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Por Luis Secades ()

La Habana.- En el gran partido de la economía, hay jugadas que trascienden lo meramente táctico para convertirse en cuestiones de pura éctica. Cuba, una nación que juega siempre con ventaja en contra por el marcador geopolítico, ha decidido aplicar una extraña estrategia: exportar su gol.

El carbón vegetal, ese recurso elemental que huele a tierra y a leña vieja, se ha convertido en una de las pocas divisas seguras para la isla, una especie de delantero centro en un equipo que apenas crea juego. Pero cada tonelada que sale por el puerto de La Habana rumbo a Europa es un balón que no entra en la cocina de una familia cubana.

Mientras el gobierno celebra los ingresos en euros o dólares de este negocio, en el interior profundo del país, lejos de la mirada turística, se libra otro partido. Es el partido de la supervivencia, donde el acceso al gas es un lujo extraterrestre y la corriente eléctrica es una ausente ilustre, una jugadora de talento que nunca está cuando más se la necesita.

En ese escenario, el carbón no es un commodity, es la vida misma. Es el fuego que cuece los frijoles, la única herramienta para transformar la escasa asignación de alimentos en algo comestible.

La mano negra de GAESA y Alcona

Uno se pregunta cuál es la gestión que prioriza el balance contable sobre el equilibrio social. Es como si un director técnico decidiera vender las botas de sus jugadores para mostrar unos números más verdes, olvidando que luego sus futbolistas deberán jugar descalzos.

La exportación sistemática del carbón es un ejercicio de miopía monumental, un olvido calculado de «los de abajo», esos que en el campo no son espectadores, sino los que sufren en carne propia las faltas del sistema.

Detrás de este balón quemado se encuentra Alcona, una empresa que monopoliza el juego. Bajo el paraguas de GAESA, el gigante militar, y con la sombra alargada de Guillermo García Frías, uno de los históricos de la Revolución, esta compañía ejerce un control férreo sobre la producción y, sobre todo, sobre la fuerza que la hace posible.

Hablamos de soldados convertidos en carboneros, de jóvenes que cumplen con el servicio militar en condiciones que rozan la servitud, extrayendo con sus manos el oro negro por el que el estado cobra en divisas fuertes y ellos reciben, cuando mucho, un salario en pesos cubanos que no vale nada.

Barbacoas ajenas, sí. Cocinas cubanas, no

Es el círculo más perverso del negocio: la materia prima es extraída con mano de obra cuasi esclava, se envía al extranjero para alimentar barbacoas ajenas, mientras las ollas propias se quedan sin fuego. El estado, en su rol de empresario implacable, se convierte en el mayor traficante de su propia miseria, exportando la solución a los problemas de otros y importando, para los suyos, la desesperanza de una cocina fría.

Al final, el partido se pierde en casa. Cada saco de carbón que se embarca es un autogol en toda la regla. No hay táctica que justifique dejar a tu propia población sin la posibilidad de cocinar un alimento, de reunirse alrededor del fogón.

Es la derrota más clara, la que no figura en ningún marcador pero se huele en el aire, un aroma amargo a leña que se va con el viento, rumbo a otro lugar donde, irónicamente, se usará para hacer más placentera una velada al aire libre.

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