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Por Patxi Morales ()
Santa Clara.- En el campo cubano, el silencio de la noche ya no es solo el sonido de los grillos y el viento moviendo las hojas de palma. Es el ruido de los pasos furtivos de hombres que vienen a robar lo poco que queda. Vienen por un saco de malanga, por una gallina ponedora, por el marrano que criaste con restos de comida y esperanzas. Y a veces, como en Falcón, Placetas, vienen -de día- por la tierra misma, esa tierra que ya no vale nada pero por la que un hombre como Didier Valdivia murió con una puñalada en el pecho.
La historia se repite como un mal episodio de aquella serie «Hermanos» que ponían en la televisión una y otra vez. Solo que aquí no hay actores, ni guion, ni final feliz. Aquí el terrateniente no es un hombre rico con sombrero de cowboy, sino cualquier vecino con más ambición que escrúpulos. El conflicto por un pedazo de tierra, por una linde mal puesta, por el rumbo de una agua, termina con un machetazo o una puñalada, y otro nombre se añade a la lista de campesinos que defendieron con su vida lo que el Estado les dio en usufructo pero que nunca pudo proteger.
Didier Valdivia se convirtió en otra estadística silenciosa. Discutió con Greidy Faunde, los golpes volaron, salió el arma blanca, y la vida se le escapó en el camino al hospital de Placetas. Así de simple y así de brutal. No hubo cámaras que lo grabaran, no hubo música dramática de fondo. Solo el grito de los familiares, la conmoción en una comunidad donde todos se conocen, y el presunto agresor bajo custodia, esperando una justicia lenta que llega tarde o no llega nunca.
Mientras tanto, en La Habana, los funcionarios hablan de soberanía alimentaria y de revitalizar el campo. Pero en el campo real, el que no sale en los reportajes oficiales, los campesinos duermen con un machete al lado de la cama. No solo por las ratas, sino por los hombres que llegan de madrugada a meter miedo, a robar las herramientas, a llevarse los animales. Muchos, cansados de luchar contra la naturaleza y contra los hombres, terminan abandonando sus tierras. Es la estrategia perfecta: el miedo como herramienta de despojo.
El Estado parece ausente en esta guerra silenciosa. Donde no llega la ley, llega la ley del más fuerte. Las autoridades investigan, como investigan el caso de Valdivia, pero la violencia sigue creciendo como la marabú. Los campesinos están solos, defendiendo con sus manos lo que les queda de vida, mientras el país espera que esos mismos hombres produzcan los alimentos que ya no llegan a la mesa de los cubanos.
Al final, el campo cubano se está convirtiendo en un territorio sin ley donde la vida vale menos que una res o un saco de frijoles. Didier Valdivia es un nombre más en esta tragedia rural que no cesa. Su muerte no cambiará nada, porque mañana otro campesino defenderá su parcela con las uñas, sabiendo que puede terminar como Didier: en una morgue, con su tierra manchada de sangre y su familia destrozada. Así es el campo cubano de hoy, donde la violencia se ha cosechado junto con el hambre y la desesperación.