Enter your email address below and subscribe to our newsletter

El bufón de Palacio

Comparte esta noticia

Por Yuliet Terfesa ()

Por más lujosas que sean las cortinas que se corren en las redes sociales, siempre dejan ver el polvo acumulado detrás. La última representación del señor Sandro Castro —no por recurrente menos ofensiva— es más que un exabrupto de vanidad: es la confirmación dolorosa de que en Cuba existe una casta que no se toca, una casta que goza sin pudor de privilegios que resultan obscenos para un pueblo que sobrevive en la cuerda floja de la escasez, del apagón, de la reinvención diaria.

No es solo un muchacho con un ego fuera de control. No es solo el deseo vulgar de aplauso barato en redes sociales. Es el síntoma visible de una enfermedad moral que Martí, con su visión preclara, habría repudiado sin ambages. Porque Martí nos enseñó que «el lujo excesivo en medio del dolor ajeno es crimen», que “el alma se agranda en la pobreza decorosa, y se envilece en la riqueza ociosa y ostentosa”.

Cuando Sandro habla de una generación “de cristash”, de vampiros, de «comemierdas», habla desde una burbuja impune, aislado del dolor del trabajador, de la madre que hace cola bajo el sol para conseguir pan, del joven que no tiene Internet para estudiar, ni guaguas para moverse, ni casa para independizarse. Habla como quien no ha sido educado en la virtud ni en el respeto a la dignidad humana, sino en la arrogancia de un apellido heredado, en el espejismo de los neones y las fiestas privadas en un país exhausto.

Sandro, ‘el heredero’

Sandro Castro no representa a la juventud cubana. La juventud cubana, esa que Martí soñó “valiente, buena, desinteresada”, sabe reconocer la mentira disfrazada de espontaneidad. Sabe rechazar el privilegio heredado sin mérito. Sabe organizarse sin dioses ni figurines, y —aunque a veces tropiece— sabe resistir con decoro.

Lo que él representa es otra cosa: la abominación que produce la altanería, la incapacidad de enseñar la modestia como virtud, que confunde el poder con el derecho a lo impune. Es la grotesca caricatura de un país que quiso ser justo y terminó tolerando que algunos vivan en palacetes mientras otros apenas viven.

Que nadie crea que Sandro es Fidel, ni fidelista. Que nadie crea que es revolucionario o pueblo. Y que no nos vendan la patria en copas de ginebra ni en reels de Instagram. Martí nos legó una República con todos y para el bien de todos, no con unos pocos para el bien de sí mismos.

Cuba no necesita más de estos espectáculos. No necesita más herederos del desatino. Cuba necesita justicia, equidad, sobriedad moral. Y eso no viene con apellidos, viene con conciencia. Y la conciencia se educa, no se hereda.

La patria —esa palabra sagrada— se construye desde el amor, no desde el sarcasmo hacia quienes luchan. “Patria es humanidad”, dijo Martí. Y en esa humanidad no caben los bufones de palacio ni los pececillos de cristal.

Deja un comentario