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El boxeo no tiene accidentes: tiene víctimas

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Por Fernando Clavero ()

La Habana.- El boxeo no es un deporte. Es un espectáculo de sangre con guantes de cuero, un circo romano con árbitros y patrocinadores. La muerte de Hiromasa Urakawa y Shigetoshi Kotari, dos tipos de 28 años que se dejaron la vida en el ring del Korakuen Hall de Tokio, no es una tragedia: es el resultado lógico de un negocio que vende golpes en la cabeza como entretenimiento.

Ambos murieron por lo mismo: un hematoma subdural, esa acumulación de sangre entre el cráneo y el cerebro que suena a diagnóstico médico pero que en realidad es el precio de un ticket de espectador. Kotari aguantó doce asaltos para terminar en empate y desplomarse en el vestuario; Urakawa cayó noqueado en el octavo round. Ninguno volvió a levantarse.

Las declaraciones de Mauricio Sulaimán, presidente del Consejo Mundial de Boxeo, son de una hipocresía que duele más que un gancho al hígado: «Son accidentes que nos obligan a investigar» .

¿Accidentes? ¿De verdad? Cuando un golpe puede generar hasta 5.000 kilonewtons de fuerza —equivalente a chocar en coche a 60 km/h sin cinturón—, cuando las lesiones cerebrales son «comunes y previsibles» según neurólogos como Barry D. Jordan, hablar de accidente es como llamar «consecuencia natural» a un ahogado en una piscina sin agua. El boxeo no tiene accidentes: tiene víctimas.

¿Dos rounds menos evitarán muertes?

Y lo peor es que todo el mundo lo sabe. La Comisión Japonesa de Boxeo anuncia ahora que reducirá los combates de título de 12 a 10 asaltos, como si dos rounds menos fueran un escudo contra la muerte.

Es el mismo circo de siempre: maquillar la crueldad con reglamentos tibios mientras siguen vendiendo entradas para ver a tipos como Urakawa, que debutó en 2018 y fue «Novato del Año», o a Kotari, universitario y pupilo de un campeón mundial. Les dieron trofeos, les quitaron la vida.

Hablan de «guerreros del ring» en los obituarios, de «espíritu combativo», pero nadie menciona la demencia pugilística, ese síndrome del «punch borracho» que convierte a exboxeadores en fantasmas con temblores y paranoia.

Tampoco recuerdan de cómo Mohamed Ali, el más grande, terminó «orinando sangre y sin poder hablar» según su médico. El boxeo no solo mata: también condena a los que sobreviven a una vejez de dolor y olvido.

¿En serio: el boxeo es un deporte?

¿Hasta cuándo seguiremos llamando «deporte» a esto? En Japón ya son tres muertos en 2025 por hemorragias cerebrales. En Irlanda, John Cooney murió en febrero por lo mismo. Y mientras, las federaciones se llenan la boca con «medidas de seguridad» que siempre llegan tarde, como flores en un funeral.

No es casualidad que los únicos que defiendan este negocio sean los que ganan dinero con él: promotores, televisoras, entrenadores que mandan a chicos rotos al matadero.

Quizá deberíamos empezar a llamar las cosas por su nombre. El boxeo no es un arte marcial ni un juego olímpico: es la única actividad donde el objetivo legal es dañar el cerebro del rival. Y mientras sigan vendiéndolo como épica, Urakawa y Kotari no serán los últimos. Solo los próximos.

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