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El Boris (De la serie “ Crónicas cortas”)

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Por Carlos Carballido ()

No sé exactamente cuándo empecé a llamarlo así. Quizás fue por una vieja película de Frankenstein, con Boris Karloff. Me gustaba cómo sonaba ese nombre, tan rotundo, y en mi ignorancia pensé que Karloff era ruso. Luego descubrí que era inglés, pero ya era tarde: Carlos O. Martínez había quedado bautizado de esa manera.

Conozco a Boris prácticamente desde que nací. Sus abuelos fueron mis padrinos y, como era costumbre antes, esa relación imponía un lazo que iba más allá del compromiso: éramos, de algún modo, familia. Y así lo sentí siempre.

Boris fue una presencia indisoluble de mi niñez. Lo recuerdo como un lector voraz, siempre hablando de Huckleberry Finn, Tom Sawyer y La Edad de Oro. Me contagió ese vicio de los libros, casi sin querer, porque yo no podía quedarme atrás. Él era el mayor de tres hermanos, y esa condición lo marcó: asumió el papel de guía y protector. Me adoptó en ese rol también, a pesar de haber nacido apenas siete meses después que él.

Crecimos entre paseos, playas y juguetes compartidos. Uno en particular quedó grabado en mi memoria: una réplica de un avión de Aeroflot que, para nosotros, era tan impresionante como un PlayStation para un niño de hoy.

I

La adolescencia nos unió aún más cuando su familia se mudó justo al lado de mi casa. Nos separaba apenas un muro de bloques mohosos, escenario de interminables bromas y peleas verbales. Nadie se salvaba del “chucho” cruel y despiadado que corría de un lado a otro de ese muro.

Boris creció más rápido que todos en el barrio. Siempre abría caminos que yo terminaba alcanzando después.

Supo transformar su cuerpo en una mole de músculos porque sabía que era la única manera de sobrevivir en una isla violenta. La única manera igual de atraer novias. Yo lo aprendí viendo su éxito y también lo hice.

Sabía cómo era el juego. Solía organizar fiestas en su casa donde una masa de jóvenes adolescentes conseguimos nuestras primeras novias y otros de menos suerte lograban, al menos, sentir cuerpos de mujeres cuando los Bee Gees sonaban en una antigua cassetera Panasonic .

Nunca lo resentí; al contrario, lo veía como a un hermano mayor.

II

Eso sí: su humor sarcástico y su lengua filosa eran armas letales. Podía ser un verdadero hijo de meretriz, pero siempre con esa gracia que lo hacía imposible de odiar.

Boris fue siempre pragmático, pero jamás mala persona. Supo poner sus metas por delante de ideologías y romanticismos, aunque nunca dejó de tender la mano con un consejo, una ayuda o una llamada salvadora. Más allá de la suerte, supo por donde le entraba el agua al coco en una sociedad depauperada y tiránica. Pero sin necesidad de denuncias o méritos por destruir a sus semejantes.

La vida nos separó en medio de un Marianao que se caía pedazos mientras “el socialismo” se construía con demencial intensidad . Luego nos reencontramos en la universidad, en esas largas noches de mecanografía que parecían interminables pero nos empujaron hacia la graduación.

Después, Cuba se volvió un infierno. Mejor dicho, se agudizó lo que ya era.

Yo logré escapar, él se quedó. El silencio y la distancia me pesaron, pero Boris es Boris: un día apareció en Miami y la vida nos cruzó otra vez.

Hoy, tras los años, seguimos siendo distintos en muchas cosas. Discutimos, diferimos, nos medimos. Pero nunca cortamos ese hilo mágico que nos une desde la infancia.

Boris tiene demasiados perfiles: es pragmático y noble, sarcástico y leal. Sabe cuándo irse, cuándo quedarse, cómo impedir que la vida de alguien se vuelva miserable. Y, sobre todo, sabe llamarte en el momento exacto para hablar en serio y mostrarse como lo que siempre ha sido: un ser humano transparente.

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