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Por Robert Prat ()
Miami.- Dicen que el béisbol es el deporte de las segundas oportunidades, de los errores que se perdonan, de las injusticias que al final se compensan con un hit milagroso en la novena entrada. Pero ya no. O ya no tanto. Porque en 2026 llegará a las Grandes Ligas el Sistema Automatizado de Bolas y Strikes, ese ojo digital que todo lo ve, ese juez implacable que no se deja seducir por el arte del framing ni por los gritos de un mánager desesperado.
Los equipos podrán desafiar dos decisiones por juego, tocarán sus cascos como si activaran un misil, y en las pantallas aparecerá la verdad en forma de gráficos fríos, incontestables. Ya no habrá discusión posible. O casi ninguna.
La llegada del árbitro robot es, en el fondo, la confesión de una derrota: la de la confianza en el ojo humano. Los árbitros de MLB aciertan el 94% de sus llamados, un porcentaje que parece alto hasta que piensas que, en un partido repleto de lanzamientos, ese 6% de error puede definir una carrera, una temporada, una leyenda.
¿Pero importa más la precisión o el drama? La MLB asegura que esto reducirá las expulsiones —el 61% están relacionadas con discusiones por bolas y strikes—, como si el fuego de una protesta justa fuera algo malo, algo que hubiera que extinguir con algoritmos.
Stephen Vogt, mánager de los Guardians, lo dijo con esa resignación práctica de quien sabe que la nostalgia no ficha jugadas: «Te puede gustar o no, no importa. Llegó. Cambiará el juego para siempre». Y así será: el béisbol dejará de ser ese diálogo a gritos entre el umpire y el manager, ese pulso donde a veces la pasión ganaba a la regla. Ahora será un menú de desafíos limitados, una partida de ajedrez con revisiones instantáneas. Se acabó lo de escupir al suelo y señalar el cielo como prueba de que el mundo es injusto.
Queda, eso sí, un resquicio para la picardía: el framing, ese arte casi sensual con el que los receptores roban strikes moviendo el guante milimétricamente. El sistema de desafíos no lo elimina —aún—, pero lo convierte en un acto de fe cada vez más arriesgado. Bobby Valentine lo llamó «trampa»; Bruce Bochy recordó que los umpires de la vieja escuela no permitían esas florituras. Ahora, la tecnología pondrá límites a la astucia. ¿Progress? Quizás. ¿Pérdida de alma? Sin duda.
Lo más curioso es que los jugadores prefirieron el sistema de desafíos al modelo full-robot. Quieren seguir sintiendo que, al menos a veces, la última palabra la tiene un hombre con máscara y protector, no un software. Es un compromiso extraño: aceptar al robot, pero como socio, no como patrón. Como si quisieran domar la tecnología antes de que la tecnología los domine a ellos.
Al final, el béisbol seguirá siendo el mismo juego, pero ya no será igual. Ganará exactitud, perderá rabia. Ganará justicia, perderdá misterio. Y uno, desde la grada, se preguntará si vale la pena cambiar la belleza de lo imperfecto por la certeza de lo impecable. Porque, ¿qué es un deporte sin alguien a quien culpar?