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Por Luis Alberto Ramirez ()
La decisión de la alcaldesa de Cuauhtémoc, en Ciudad de México, de retirar las estatuas de Fidel Castro y el Che Guevara de la plaza Jardín Tabacalera, es más que un simple acto administrativo: es una corrección necesaria a un atropello institucional.
Instalar figuras tan polémicas sin consulta ciudadana, usando recursos públicos y de forma irregular, es una falta grave que merece ser enmendada.
Sin embargo, lo más revelador no es su remoción, sino la reacción de la jefa de gobierno, Claudia Sheinbaum, quien en lugar de cuestionar el procedimiento o respetar la decisión local, anunció con soberbia que las estatuas serán reubicadas, como si se tratara de íconos sagrados de una religión ideológica.
Este acto es una muestra más de cómo ciertos sectores de la izquierda latinoamericana mantienen una fidelidad casi genética con sus ídolos, sin importar los crímenes, abusos o la represión que representen.
La lealtad no es con los pueblos, sino con las figuras que encarnan sus mitologías políticas.
La solidaridad ideológica, en estos casos, no reconoce fronteras ni legalidades: solo busca perpetuar símbolos que, más que unir, dividen y hieren memorias colectivas.
Esto no es memoria histórica, es idolatría partidista financiada con dinero de todos.