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Por Max Astudillo ()
La Habana.- Díaz-Canel visitó Ranchuelo como si fuera un documental mal producido sobre el «milagro agropecuario cubano». Allí estaba el presidente, impecable en su planchada camisa azul de mangas largas. Caminaba entre campesinos que más bien parecían extras de una película de vaqueros mal ambientada.
Uno, con un sombrero negro de paño —que en pleno julio en Cuba debe ser una forma de tortura—, como si en vez de ordeñar vacas estuviera a punto de cantar un corrido mexicano. El otro, sudando a mares frente a un horno de ladrillos para carbón. Esto ocurre en un país donde conseguir cemento es más difícil que encontrar honestidad en un discurso oficial.
Mientras, la comitiva gubernamental, fresca como lechuga, llegó en un Hyundai Santa Fe y varios BMW. Vehículos que en Cuba solo se ven en los sueños húmedos de los que aún creen que esto es un país normal.
El espectáculo, como siempre, fue patético. Díaz-Canel sonriendo, abrazando, preguntando tonterías como «¿y cómo va la producción?». Mientras tanto, los campesinos —obligados a hacer de actores en esta farsa— asentían con la cabeza. Ellos sabían que si decían la verdad, al día siguiente les caería una inspección, una multa o algo peor.
Porque ese es el verdadero papel del gobierno cubano en el campo: no subsidiar, no facilitar tractores, no repartir semillas. En cambio, aparece cada seis meses para sacarse la foto, llevarse la producción. Finalmente, deja a los campesinos con las manos vacías. Además, deja la paciencia más agotada que la tierra que trabajan.
La realidad del campo cubano es otra muy distinta. No hay sombreros de película ni hornos de ladrillos pintorescos. La casi totalidad de los campesinos aran la tierra con bueyes porque no tienen tractores. También riegan a mano porque no hay sistemas de irrigación. Finalmente, ven cómo sus cosechas se pierden porque no hay combustible para transportarlas.
El gobierno no les da nada, pero exige todo. Si no cumplen con las absurdas cuotas de producción, les multan, les quitan la tierra o, directamente, los acusan de «desestabilizadores». Mientras, Díaz-Canel se pasea por Ranchuelo como si fuera el dueño de un feudo medieval. Además, reparte palmaditas en la espalda y promesas que nunca se cumplen.
Lo más grotesco de todo es que, en medio de esta comedia, nadie menciona lo obvio: Cuba importa el 80% de los alimentos que consume. El país que una vez fue el granero del Caribe ahora depende de la caridad internacional y de los sobreprecios del mercado negro.
Los campesinos que Díaz-Canel visita son la excepción, no la regla. La regla es el desastre: tierras abandonadas, graneros vacíos. Son campesinos que prefieren vender sus productos en el mercado ilegal antes que entregarlos al Estado por migajas.
Pero eso no sale en las fotos oficiales, claro. En las fotos oficiales solo hay sonrisas, sombreros ridículos y hornos de carbón que, seguramente, al día siguiente estarán apagados por falta de leña.
Mientras el presidente hace el ridículo en Ranchuelo, los verdaderos productores —los que no tienen sombrero de película ni horno fotogénico— siguen luchando. Se enfrentan a la burocracia, el desabastecimiento y la indiferencia del gobierno. No hay insumos, no hay repuestos, no hay créditos.
Solo hay exigencias, amenazas y, de vez en cuando, la visita bochornosa de un mandatario que llega, posa, y se va sin dejar nada útil. Ni siquiera un saco de fertilizante. Ni siquiera un par de botas nuevas. Incluso ni siquiera la más mínima esperanza de que las cosas vayan a mejorar.
Así que no, el ridículo no es Ranchuelo. El ridículo es Díaz-Canel, su comitiva, su Hyundai Santa Fe, sus discursos vacíos y su incapacidad para entender. Cuba no necesita presidentes que visiten. Más bien necesita gobiernos que solucionen.
Eso, claro, sería pedir demasiado. Así que, mejor seguir con el circo: el sombrero mexicano, el horno de ladrillos, la foto para la prensa oficial. Finalmente, la vuelta a La Habana en un BMW con aire acondicionado. Total, el campo cubano ya está acostumbrado a trabajar sin esperar nada. Otra decepción más no le hará daño.