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Por Félix José Hernández ()
París.- Cuando un país gana una guerra, enfrenta un segundo reto: ocupar y gobernar al vencido. Con la rendición de Alemania, Italia y Japón en 1945, Estados Unidos asumió ese dilema. Pero mientras en Europa se impuso una ocupación directa, con Japón se optó por una estrategia radicalmente distinta.
El gobierno norteamericano había estudiado profundamente la cultura japonesa. Antropólogas como Ruth Benedict ayudaron a comprender algo clave: para que Japón aceptara la derrota sin rebelión, era necesario evitar la humillación.
Por eso, Estados Unidos mantuvo en su trono al Emperador Hirohito, aunque exigió que renunciara públicamente a su “naturaleza divina”. Nunca se le pidió firmar la rendición. Nunca fue juzgado por crímenes de guerra. Fue protegido por el general Douglas MacArthur, tal como lo ordenó Washington.
Mientras tanto, la vida diaria siguió en manos de las autoridades japonesas, bajo supervisión estadounidense. La población apenas tuvo contacto con los ocupantes. El mensaje era claro: “su mundo no se ha derrumbado”.
Sí hubo juicios. El Tribunal de Tokio, equivalente al de Núremberg, condenó a miles de militares, con sentencias que incluyeron cadena perpetua y pena de muerte. Pero Hirohito, símbolo de la nación, fue intocable.
La estrategia funcionó. Japón aceptó la derrota, sin espíritu de venganza, y dio paso a una democracia al estilo occidental. En lugar de arrasar su identidad, Estados Unidos apostó por transformarla desde dentro, sin destruirla.
Una lección que la historia no siempre recuerda: a veces, el poder más duradero no se impone, se convence.