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Por Luis Alberto Ramirez ()
Para la izquierda no existe diana más visible que Donald Trump. Todo parece girar en torno a él: si un presentador de radio pierde su empleo, la culpa es de Trump y de su supuesta violación a la Primera Enmienda.
Si un rostro televisivo es despedido por falta de rating o por algún comentario insensible, nuevamente el dedo apunta hacia Trump.
En redes sociales ocurre lo mismo: casi cualquier tema termina desembocando en él, como si fuese el océano de la maldad donde confluyen todos los males del país.
Sin embargo, sería más útil que ese caudal de energía y tiempo se volcara en analizar los problemas estructurales y sociales que realmente aquejan a Estados Unidos. La desigualdad, el déficit fiscal, la inmigración descontrolada, la violencia armada, la crisis de opioides o la falta de confianza en las instituciones.
Ninguno de estos asuntos se resuelve odiando a un individuo, por más polarizador que sea.
El odio hacia Trump se ha convertido en un atajo político y emocional, en un antojo de embarazadas, pero también en una distracción. Porque mientras se le atribuye cada tropiezo, la raíz de los problemas sigue intacta.
Tal vez la verdadera madurez política esté en entender que un país no se construye culpando siempre a un solo hombre, sino enfrentando sus realidades con seriedad.
Si una sola golondrina no hace un verano, tampoco un solo hombre construye un país.