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Por Luis Alberto Ramírez ()
Con el paso de las semanas se ha hecho evidente que la supuesta operación destinada a forzar la salida de Nicolás Maduro del poder en Venezuela ha perdido impulso. Lo que comenzó como una tesis defendida por el secretario de Estado de Estados Unidos, Marco Rubio, quien, además, actúa como consejero de seguridad del presidente, ha terminado reduciéndose a una demostración de fuerza, una maniobra política más simbólica que efectiva.
Se trató, en principio, de una postura firme que buscaba presionar al régimen chavista; sin embargo, con el tiempo, ha quedado claro que detrás de ese tono desafiante no hay una estrategia real para provocar un cambio de régimen.
Rubio, que conoce bien la naturaleza del castrismo, debe saber que los regímenes de ese molde no ceden ante amenazas ni sanciones. Los dictadores formados en la escuela de La Habana tienen una lógica distinta: se parapetan tras el sufrimiento de su pueblo y convierten la miseria nacional en escudo político. Mientras el ciudadano común carga con las consecuencias del aislamiento y las sanciones, la cúpula se fortalece, se blinda y manipula el discurso del sacrificio patriótico.
En este tablero, el régimen cubano es mucho más que un observador: es el verdadero instigador. La Habana orienta, aconseja y sostiene al llamado Cartel de los Soles dentro del chavismo, convenciéndolo de no dar un solo paso atrás. Los estrategas del castrismo saben que una rendición de Caracas sería un golpe mortal a su influencia regional, y que mantener a Maduro en el poder es mantener viva su red de supervivencia económica y política.
Los chavistas, obedientes a esas directrices, se aferran al poder con una mezcla de miedo y cálculo. Comprenden que una intervención armada en Venezuela no solo desataría un conflicto interno devastador, sino que también encendería el polvorín de la izquierda internacional. Y en el actual contexto geopolítico, Estados Unidos no está en condiciones de asumir ese riesgo. La división política interna, la irrupción de una izquierda radical en ascenso y el cansancio de la opinión pública ante aventuras bélicas en el exterior, limitan cualquier acción contundente.
Mientras tanto, Donald Trump, que muchos acusan de impredecible, juega su propio papel. Su aparente locura es, en realidad, una táctica: el caos controlado como forma de medir la reacción de sus adversarios y de mantenerlos desconcertados. Pero no está loco. Actúa con un instinto político que sabe explotar la debilidad del rival y la confusión del momento.
En definitiva, el escenario venezolano se ha convertido en un juego de espejos entre Washington, La Habana y Caracas. Estados Unidos ensaya una presión que no termina de materializarse; Cuba protege su inversión ideológica y económica; y Maduro, sostenido por la asesoría castrista, resiste confiando en que el cansancio internacional juegue a su favor.
La operación que una vez prometió la salida del dictador venezolano hoy se parece más a una partida congelada, donde los únicos que siguen pagando el precio son los mismos de siempre: los venezolanos.