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Por Max Astudillo ()
La Habana.- Miguel Díaz-Canel no puede con Estados Unidos. No es que no pueda, es que no quiere. O quizá las dos cosas. Cada vez que le preguntan por la falta de medicamentos en Cuba, por los apagones, por la inflación, por la gente que se tira al mar en un pedazo de espuma, él respira hondo, ajusta la mascarilla —aunque ya no haga falta— y suelta: «El bloqueo…».
Estados Unidos es su excusa universal, su comodín, su justificación infinita. Es como si un niño le echara la culpa al perro de todo lo que se rompe en casa, aunque el perro lleve años muerto.
El bloqueo existe, sí. Pero Díaz-Canel lo usa como un cura usa la Biblia: para no contestar. Si Cuba está mal, es por Estados Unidos. Si Cuba está peor, también. Y si algún día estuviera mejor, sería a pesar de Estados Unidos.
Es un discurso tan gastado que hasta los viejos militantes bostezan cuando lo escuchan. Pero él insiste, como si pronunciar «bloqueo» fuera una fórmula mágica que lo exime de tener que explicar por qué, después de sesenta años de revolución, la gente sigue comiendo arroz con huevo y soñando con Miami.
Lo gracioso es que Díaz-Canel habla más de Estados Unidos que los propios estadounidenses. Biden no se acordaba de Cuba de Cuba ni para mandarla al olvido. Tal vez porque le fallaba la memoria. Pero en La Habana todo gira alrededor de Washington. Es una obsesión enfermiza, un amor-odio de telenovela. Cada discurso suyo parece escrito por un guionista de The Americans, pero en versión tropical y con menos presupuesto. Hasta cuando habla del turismo, de la agricultura o del béisbol, encuentra la manera de colar un «pero el imperialismo…».
Hay quien dice que es estrategia. Que es más fácil culpar al enemigo exterior que asumir los fracasos propios. Y puede ser. Pero también parece síntoma de algo peor: la incapacidad de imaginar un futuro sin enemigo. Cuba lleva décadas definiéndose por oposición a algo, no a favor de algo. Y Díaz-Canel, en lugar de cambiar eso, lo perpetúa. Es como si Fidel Castro le hubiera dejado de herencia un reloj parado y él, en vez de darle cuerda, se limitara a señalar la hora equivocada una y otra vez.
Lo peor es que la gente ya no se lo cree. Ni siquiera los que más lo repiten. El cubano de a pie sabe que el bloqueo no es el que le quita la luz cinco horas al día, ni el que convierte un salario entero en tres o cuatro pedazos de pollo. Pero el presidente sigue ahí, erre que erre, como un disco rayado que solo reproduce un tema: «La culpa es de ellos». Mientras, la gente resuelve como puede, con inventiva y desesperación, que son las dos cosas que más ha producido la isla en los últimos años.
Quizá Díaz-Canel debería pasar menos tiempo mirando a Washington y más mirando a su gente. A lo mejor así se daría cuenta de que el verdadero bloqueo no es el de los yanquis, sino el de un sistema que ya no convence ni a los que lo defienden. Pero no. Él seguirá ahí, con su retórica gastada, enfermo de Estados Unidos, como si el remedio no estuviera —nunca estuvo— en La Habana.