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Por Jorge Sotero ()
La Habana.- Hay una imagen que se repite hasta la nausea: Miguel Díaz-Canel, ya sea en una polvorienta carretera de Jaruco o en una alfombra roja en Moscú, siempre en movimiento, pero siempre llegando al mismo punto de partida.
Es el reciclador supremo, el hombre que ha convertido la falta de ideas nuevas en una forma de arte de Estado. Mientras recorre el interior, se limita a observar «cómo los guantanameros -o los jaruqueños-, con su esfuerzo, contribuyen a superar las dificultades actuales».
Asiente, sonríe, pero no lleva propuestas concretas; solo la expectativa de que la resistencia creativa de la gente siga tapando los agujeros que su gobierno es incapaz de cerrar. Es el turista de la crisis, el espectador de su propio fracaso.
Sus giras internacionales son la otra cara de la misma moneda sin valor. Se desplaza con una comitiva enorme -a veces de 200 personas- cuyo costo se calcula en medio millón de dólares en sus últimas dos giras intercontinentales , para actuar como comparsa en festejos de aliados como China o Rusia.
Vuelve sistemáticamente con las manos vacías, sin acuerdos tangibles que alivien la asfixia económica de los cubanos. Estos viajes son la evidencia de una estrategia de política exterior que se agota en el gesto, en el quorum protocolar, mientras el país que representa se desangra en apagones e inflación.
¿Por qué este empeño en viajar, pudiendo enviar diplomáticos? Quizás porque en el escenario internacional intenta construir una legitimidad que dentro de la isla se le escapa entre los dedos.
El reciclaje de su pensamiento se manifiesta con brutal claridad en su obsesión por controlar los precios agrícolas, una medida fallida que repite una y otra vez esperando un resultado diferente. Es la octava generación de la misma receta que, lejos de aprender del fracaso de los topes durante la pandemia, insiste en un mecanismo que ya ha demostrado ser un acelerador de escasez.
Esta política no solo criminalizó a los productores, sino que los expulsó del sistema, con el resultado previsible: «Los frijoles que no podían venderse a 100 pesos la libra porque ‘eran muy caros’, desaparecieron» . Mientras, el gobierno anuncia vagamente un «Programa de Gobierno para eliminar distorsiones y reimpulsar la economía» que los expertos tildan de «paliativos inconexos» y «propaganda» sin detalles claros ni medidas estructurales.
Detrás de esta fachada de actividad y estas medidas recurrentes, subyace una incapacidad estructural para comprender y gobernar la economía. El presidente se pregunta por qué las tierras fértiles no producen , sin querer ver que el problema no es la tierra, sino un sistema que castiga al que trabaja.
Mientras, la economía opera en estado de «fallo multiorgánico», en palabras del economista Pedro Monreal, con una «crónica deformación inversionista» y una «ruina agropecuaria» que son «el fracaso más sonado de la política económica gubernamental».
En tanto Díaz-Canel recicla discursos sobre «resistencia creativa» , los campesinos que se van de Cuba demuestran que, libres de estas ataduras, son capaces de producir en masa.
Este círculo vicioso de medidas recicladas y giras infructuosas tiene un costo humano concreto. La vida cotidiana en Cuba se ha endurecido «hasta hacerse a veces insoportable» , con penurias alimentarias, una inflación galopante y un sistema eléctrico colapsado que sufre «afectaciones» diarias.
El gobierno intenta maquillar la realidad con narrativas como «la belleza de esta hora difícil», pero la gente sufre las consecuencias de una gestión que prefiere administrar la pobreza antes que permitir que los cubanos generen riqueza. El dólar se dispara, la energía falta y la única cosa que no escasea es la repetición de soluciones que nunca lo fueron.
Al final, la figura de Díaz-Canel se reduce a la de un reciclador profesional. Recicla discursos, recicla políticas fallidas y recicla su imagen viajera. Es un presidente que, habiendo agotado todo su repertorio, solo puede ofrecer más de lo mismo: más control, más improvisación, más giras.
Su legado no es el de un líder que enfrentó los problemas de su país, sino el de un administrador de la decadencia, que preside sobre el naufragio con la obstinación de quien cree que, reciclando el pasado, puede algún día encontrar un futuro.
En fin, alguien que no esté preparado para ser presidente, puede regir los destinos de ningún país.