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Por Max Astudillo ()
La Habana.- El 20 de octubre es una de esas fechas que pesan como una losa, que huelen a polvo de archivo y a versión oficial. En Cuba, hoy celebran el Día de la Cultura Cubana. O eso dice el decreto. Se conmemora el instante, en 1868, en que por primera vez se cantó el Himno Nacional, ‘La Bayamesa’, en la ciudad de Bayamo, recién tomada por las fuerzas independentistas.
Hay una imagen poderosa, casi una escena de película: Perucho Figueredo, el autor, montado en su caballo, cruzando una pierna sobre el lomo para apoyar la hoja y escribir la letra que el pueblo, enardecido, empezaba a pedir. Era un canto de combate, una arenga para correr a las armas con la idea fija de que «morir por la patria es vivir». Esa es la patria que, se supone, hoy se celebra.
Pero si alguien mira desde fuera, con la distancia del que visita un país en el que no vive, y se pregunta qué queda de aquel gesto desobediente. El régimen castrista, con esa eficacia burocrática que tienen los Estados para vaciar los símbolos de su significado original, se ha apoderado del relato.
El castrismo ha convertido una fecha que debería ser un abrazo amplio, un reconocimiento a la cultura diversa y a veces incómoda de una isla, en el día de los artistas y escritores al servicio de la Revolución. Es el privilegio del invitado incómodo: preguntarse si hoy es realmente el día de la Cultura Cubana, o es solo el día de la cultura que el castrismo acepta como suya.
Y entonces, como en una foto a la que le han recortado la mitad de las personas, aparecen los fantasmas. Esos cubanos que han pasado al olvido oficial, a un silencio forzado dentro de la isla, solo porque no comulgan con el régimen. Nombres como Guillermo Cabrera Infante, cuyo exilio literario lo convirtió en un extraño en su propia tierra; o Willy Chirino, que desde la música narra otra historia de la cubanidad; o la gran Celia Cruz, a quien, simplemente, se censuró.
Son solo los más famosos. Detrás hay una diáspora inmensa de artistas, escritores, músicos y pensadores dispersos por el mundo, una cultura cubana que se escribe y se canta en Miami, en Madrid, en cualquier lugar menos en La Habana, si es que lo que se escribe o se canta no lleva el visto bueno.
El castrismo ha sido claro desde el principio. Ya lo decía el Che Guevara en 1959, en una frase que podría ser el lema de cualquier censura: «No se puede hacer una revolución con libertad de prensa». Y actuó en consecuencia. Se acabaron los periódicos independientes, se instauró la ‘coletilla’ obligatoria en los artículos, y solo quedó en pie Granma, el órgano oficial del Partido Comunista.
Para los que se quedaron y disentían, la opción fue el hostigamiento, la cárcel o el ostracismo. Para los que se fueron, el borrón. Así es difícil construir una cultura, o al menos contarla entera. Es como si solo contara una mitad del alma.
Ahora, en los últimos años, algo se agrieta. Surgen movimientos como el San Isidro y canciones como «Patria y Vida» —que devuelve el guante al viejo «Patria o Muerte»—, que le disputan al poder la hegemonía cultural no con discursos, sino con rap y performance.
Son nuevos lenguajes para una pelea vieja. El régimen, predecible, responde tachándolos de «show imperial». Pero la grieta está ahí, y su sonido se parece mucho al de aquel clarín que llamaba a correr a las armas en 1868. Es el sonido de la gente que, por fin, empieza a perder el miedo.
Al final, uno piensa que la verdadera cultura cubana, la que merece celebrarse hoy, es justo la que no cabe en un decreto. Es la que vive en la nostalgia de los que se fueron, en la resistencia de los que se quedan callados, y en la valentía de los que deciden alzar la voz. Es una cultura partida en dos, como la isla, pero que se niega a ser solo una.
La pregunta no es si hoy es su día, sino si el régimen es capaz de oír, de una vez, toda la música que ha tratado de silenciar.