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Por Max Astudillo ()
La Habana.- El miedo en La Habana huele a salitre y gasolina vieja. Se pega a la piel de los funcionarios que leen, una y otra vez, el comunicado de la cancillería, ese que suena a disco rayado con la canción de la injerencia yanqui.
Pero esta vez no es la misma canción. Esta vez la letra viene con un submarino nuclear de fondo y una flota que no se despliega para hacer turismo.
En los pasillos de poder, bien pulidos y silenciosos, el runrún no es sobre Venezuela, sino sobre Cuba. Lo que ocurre alrededor de Maduro es el decorado de una obra cuyo verdadero desenlace se escribirá en el Malecón. Lo saben. Lo saben desde hace tiempo, pero ahora el ruido de los motores es tan fuerte que ya no se puede disimular.
El viceministro Gerardo Peñalver Portal habla de “irracional y agresiva arremetida” con la cara seria, la misma que deben de poner cuando ven las noticias desde Miraflores. Es la retórica de siempre, el músculo verbal que Cuba ha ejercitado durante seis décadas.
Sin embargo, la palabra “desproporcionada” delata el susto. Lo desproporcionado no es la fuerza, sino el mensaje: Washington no está hablando con Caracas, está hablando con La Habana. Cada barco es una sílaba en una frase que dice “el paraguas se está cerrando”.
La Zona de Paz de la que hablan suena ya a un deseo naúfrago, a la proclamación de un mundo que ya fue y que se les escurre entre los dedos como la arena de una playa que ya no pueden permitirse mirar.
Dicen que es un “pretexto absurdo” lo de las drogas. Y quizá lo sea. Pero en el ajedrez geopolítico, los pretextos son las piezas. Da igual si son blancas o negras, lo que importa es el jaque. Y el jaque es para el rey de Caracas.
El gobierno cubano, que ha sobrevivido a invasiones, a bloqueos supuestos, a crisis de misiles y a la caída de su mecenas soviético, sabe leer la partida. Sabe que si el tablero se limpia de peones venezolanos, la siguiente jugada será contra el alfil castrista y el caballo diazcaneliano. No hay jaque mate sin antes haber arrinconado a las piezas mayores.
La CELAC, ese club de 33 donde todos discuten y nadie se pone de acuerdo, es el escenario elegido para la queja. Es el foro perfecto: mucho discurso y poca acción. Cuba pide “diálogo, no injerencia y solidaridad”, que es la forma elegante de pedir un cordón sanitario, un muro de palabras que frene a los acorazados.
Pero las palabras son débiles contra los submarinos. Maduro pide una cumbre presidencial, urgentemente, como quien pide un médico para un enfermo terminal. La Habana asiente, pero por dentro teme que sea el ensayo general de su propio funeral.
Acusan a Estados Unidos de erigirse en guardián. El problema, la verdadera punzada en el costado, es que ya no hay otro guardián que les cubra las espaldas. Rusia está lejos y mira hacia otro lado, China juega al póker con sus intereses económicos y ya no regala cheques en blanco.
La soledad del régimen cubano nunca había sido tan vasta como el mar que los rodea. El despliegue militar no es solo una amenaza para Venezuela; es el eco de un futuro posible en el que las sirenas de los barcos no suenan en el Caribe sur, sino a doce millas de la costa de La Habana.
Washington puede ir a por los Castro y Díaz-Canel. Esa es la frase que no se dice en alto, pero que se cuela en cada intersticio del comunicado oficial, en cada condena, en cada adjetivo. Lo saben. Saben que su final está atado al de Maduro como un fardo que se hunde en el mismo océano.
Por eso la retórica es tan feroz, tan desesperada. No es solo la defensa de un aliado; es el pánico a mirar al horizonte y ver la proa de un barco que, por primera vez en sesenta años, no tiene intención de dar la vuelta. El miedo, al final, siempre es personal.