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Por Redacción Nacional
Palma Soriano.- La represión en Cuba no siempre lleva uniforme; a veces viste de vecino, de funcionario o de “compañero ejemplar” con credencial de algún organismo estatal. El operativo contra los activistas de la Unión Patriótica de Cuba en Palma Soriano en el 2011 fue una exacta demostración de que el régimen no se conforma con silenciar. Necesita humillar, denigrar y convertir la violencia en espectáculo público.
La escena nos la hizo recordar el influencer Yosmany Mayeta Labrada. Lo que comenzó como cerco policial acabó en una bacanal de odio orquestada por la Seguridad del Estado. Allí, el insulto y el excremento fueron armas oficiales.
Durante nueve horas, entre las cuatro de la tarde y la una de la madrugada, la casa de Carlos Alberto Reyes Casanova se convirtió en blanco de piedras, palos y huevos. Todo esto mientras altavoces escupían consignas y obscenidades. La policía, que en cualquier país civilizado estaría para detener la agresión, aquí servía de escolta a los agresores. En la Cuba oficial, la legalidad es selectiva. Se aplica contra el disidente, nunca contra el verdugo.
La escena fue grotesca y reveladora. Funcionarios públicos y miembros de organizaciones “de masas” fueron convocados como si se tratara de un mitin voluntario. Sin embargo, en realidad era una cita obligada con la infamia. Allí estaban, cumpliendo órdenes, para dar una lección ejemplarizante. En la isla, disentir no solo te aísla, también te expone al linchamiento colectivo con la bendición del Estado.
Que un opositor pacífico declare sentirse “orgulloso de su lucha” después de semejante asedio habla más de su integridad que de cualquier discurso heroico del gobierno. Porque aguantar nueve horas de agresión física y verbal, sin devolver el golpe, no es resignación. Es resistencia. Y esa resistencia es el verdadero miedo del régimen, no los micrófonos ni las piedras.
Los actos de repudio son una de las tradiciones más vergonzosas del castrismo. Se han utilizado durante décadas para disciplinar al pueblo, para recordarle que quien se salga del guion será castigado públicamente. Este es un mecanismo que combina el miedo con la complicidad. Vecinos y compañeros de trabajo se convierten en verdugos momentáneos, sabiendo que mañana podrían ser ellos la presa.
La pregunta final que plantea el escrito es incómoda y necesaria. ¿Cuántos de esos que gritaban “gusano” en 2011 hoy hacen cola en un Walmart de Hialeah? ¿Cuántos publican fotos de sus vacaciones en Punta Cana? La historia cubana está llena de verdugos reciclados en víctimas, de militantes fervorosos. Ellos, en cuanto cruzan la frontera, descubren el valor de la democracia y la libertad de mercado.
Pero hay algo más inquietante: esos mismos que hoy disfrutan una vida tranquila en el extranjero jamás pedirán perdón. No reconocerán que lanzaron piedras, que escupieron odio o que apretaron el cerco contra un vecino indefenso. Y mientras tanto, en la isla, la maquinaria del repudio sigue funcionando, alimentada por el mismo combustible de siempre: la impunidad.