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(Tomado de Datos Históricos)
En la Francia rural de la década de 1950, un médico y bacteriólogo llamado Paul-Félix Armand-Delille creyó haber encontrado la solución perfecta para un problema cotidiano: la plaga de conejos que devoraba huertos y tierras cultivables. Convencido de que controlaba la situación, inyectó el virus de la mixomatosis a dos conejos en su finca privada.
El resultado fue inmediato. En cuestión de semanas, la población de conejos de la propiedad desapareció. Lo que parecía un triunfo se convirtió pronto en tragedia: el virus escapó más allá de los límites de la finca y, en pocos meses, se propagó por toda Francia y Europa. Países como España, Italia, Bélgica, Alemania y Gran Bretaña vieron sus poblaciones de conejos reducidas en casi un 98 %.
El paisaje europeo cambió de golpe. Donde antes los campos y bosques vibraban con la presencia de millones de conejos, se instaló un silencio inquietante. Y con ellos, los depredadores que dependían de su carne —como el lince ibérico— quedaron al borde del colapso. Ecosistemas enteros se tambalearon por un acto que había comenzado como un simple experimento casero.
Armand-Delille fue multado con cinco mil francos, pero al mismo tiempo condecorado con una medalla que mostraba su perfil en un lado y la silueta de un conejo muerto en el otro. Una ironía cruel: héroe para los agricultores, villano para los cazadores y ecologistas.
El episodio dejó una lección perturbadora: la ciencia y la vida cotidiana están más entrelazadas de lo que creemos, y un gesto aparentemente insignificante puede desencadenar un desastre ecológico de proporciones incalculables.
Un recordatorio de que la ambición de controlar la naturaleza suele despertar fuerzas que escapan a cualquier cálculo humano.