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CUBA OFRECE UNA RUTA SIN REGRESO

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Por Oscar Durán

La Habana.- El ministro Eduardo Rodríguez Dávila anda estrenando informe. Dice que en los tres primeros meses del año murieron 173 personas en accidentes de tránsito. Un 18 % más que en el mismo periodo de 2024. O sea, menos accidentes, más muertos. La matemática del desastre. Mientras tanto, el ministro lo suelta como quien publica la receta de un congrí.

Los números son fríos, pero la realidad es incineradora. En enero, febrero y marzo, al menos dos personas por día no regresaron a su casa por culpa de un asfalto en ruinas, un carro soviético oxidado y una señal de tránsito inexistente. Cuba se ha convertido en una pista de obstáculos donde la muerte te espera en cada esquina, en cada bache, en cada semáforo fundido.

El ministro se limita a decir que esta información “es útil para realizar un análisis más detallado”. Gracias, ministro. Eso mismo dijeron cuando se desplomó el edificio de Zulueta, cuando se cayó el balcón de Centro Habana, cuando se incendiaron los tanques de Matanzas. El problema es que el análisis se vuelve eterno y las medidas nunca llegan. En el camino, mueren más cubanos. Pero qué importa si se puede escribir un post en Facebook.

Si usted quiere entender el desastre vial de Cuba, no necesita un informe, necesita un pasaje en guagua desde La Habana hasta Las Tunas. El chofer esquiva huecos como si fueran minas terrestres. El ómnibus se calienta en Ciego de Ávila. La puerta no cierra desde Sancti Spíritus. Y en Camagüey, un niño vomita sobre los pies de una anciana porque el motor echa un humo que no deja ver ni el parabrisas.

Aquí no hay cultura vial ni hay carretera. El parque automotor parece un museo rodante: carros de los 50, camiones adaptados, motores rusos con piezas chinas y mecánicos con milagrosas combinaciones de alambre y fe. Y mientras tanto, los accidentes no perdonan. Según el informe, las provincias de Villa Clara, Cienfuegos, Granma y Santiago están entre las más afectadas. ¿Sorpresa? Ninguna. Son las mismas donde el pavimento se desintegra al primer aguacero.

Las causas son las de siempre: mal estado de las vías, falta de piezas, exceso de confianza, atropellos a peatones y una señalética que parece escrita por un poeta disléxico. Pero también está el componente humano: la irresponsabilidad, el alcohol, la costumbre de manejar como si se tratara de un videojuego con vidas infinitas. Y cuando el desastre ocurre, la ambulancia se demora, el hospital no tiene gasa y la familia solo recibe un acta con errores ortográficos.

Pero ojo: el mayor atropello no ocurre en la vía pública. Ocurre en los despachos donde se toman decisiones con aire acondicionado y discursos reciclados. Mientras la gente muere en la calle, el Gobierno sigue culpando al embargo, al clima, al azar. Nunca se responsabiliza. Nunca hay una autocrítica sincera, de esas que terminan con renuncias y no con más giras de inspección.

Rodríguez Dávila debería bajarse del carro estatal y hacer el trayecto de Pilón a Bayamo en una moto MZ sin frenos. Entonces entendería por qué mueren 173 personas en tres meses. Entonces dejaría de escribir posteos y empezaría a ofrecer perdón.

En un país donde todo está roto, las carreteras no iban a ser la excepción. Pero al menos que no se burlen de nosotros con datos maquillados y promesas de análisis. Porque mientras ellos “revisan”, nosotros enterramos a nuestros muertos.

Y así seguiremos: con más muertos, menos accidentes y un ministro que cada trimestre aparece para decir lo mismo. Y al fondo, el sonido inconfundible de un claxon que no advierte, sino despide. Como quien se va para siempre en una ruta sin regreso.

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