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Por Jorge L. León (Historiador e investigador
Houston.- Lo que se instauró en Cuba en 1959, con una imagen falsa de democracia y redención social, fue en realidad un proyecto mafioso en toda la línea del crimen organizado. La llamada “revolución” no fue un levantamiento popular genuino, sino una operación calculada de poder, ambición y sometimiento, dirigida por un grupo que pronto convirtió al país en una finca privada, al pueblo en servidumbre y al Estado en una maquinaria de represión y control.
El mito fundacional se vistió con los símbolos del heroísmo, pero detrás de las barbas y los uniformes verdes se ocultaban los mismos códigos del hampa: la lealtad impuesta, la eliminación del disidente, el silencio del miedo y la recompensa para el cómplice. Desde los primeros meses, se desató una purga sin precedentes, donde las cárceles se llenaron de patriotas, empresarios, periodistas y ciudadanos comunes. La sangre corrió como prueba de “pureza revolucionaria”.
Los métodos fueron los del crimen: chantaje, extorsión, confiscación y ejecución. Miles perdieron sus propiedades, su voz y su vida. El aparato de inteligencia se estructuró con la lógica del terror, mientras el discurso se envolvía en un falso lenguaje de justicia social. La revolución, que prometió pan, libertad y dignidad, entregó miedo, hambre y esclavitud.
El liderazgo fue vertical y mafioso. No existían ideas, solo órdenes. Fidel Castro construyó un sistema donde la fidelidad personal sustituyó a la ley, y la corrupción ideológica se hizo norma. Los jefes del partido, del ejército y de la seguridad del Estado fueron los “capos” de un entramado de poder y privilegios, mientras el pueblo sobrevivía con la libreta de racionamiento y el miedo a hablar.
Camilo Cienfuegos, símbolo del pueblo y del Ejército Rebelde, desapareció misteriosamente en octubre de 1959 durante un vuelo de Camagüey a La Habana. No hubo restos ni investigación. Fue el primer gran desaparecido del castrismo.
Huber Matos, que había advertido sobre la deriva comunista del proceso, fue encarcelado y condenado a veinte años por “traición”. Su denuncia fue profética: “El comunismo entró en Cuba como un ladrón de noche.”

Años después, Osvaldo Dorticós Torrado, presidente formal de la República entre 1959 y 1976, apareció muerto en lo que el régimen llamó “suicidio”. Su entorno relató que vivía vigilado, presionado y humillado.
Pero Fidel no solo hizo desaparecer a los que podían disputarle el poder; también sepultó en vida a los que alguna vez fueron sus hombres de confianza. Roberto Robaina, Felipe Pérez Roque, Carlos Lage y muchos otros fueron arrojados al ostracismo sin juicio ni defensa. Esa fue otra forma de ejecución: el destierro interior, la muerte política, donde la carrera, la voz y la influencia eran anuladas de manera definitiva. La revolución, voraz y desconfiada, terminó devorando a sus propios hijos.
Entre las víctimas más sonadas de esta trituradora de lealtades se encuentran figuras clave del propio régimen.
Carlos Aldana, ideólogo principal y considerado en su momento el “tercer hombre” del poder, fue apartado en 1992 tras una purga política que lo borró del mapa.
Humberto Pérez, economista brillante y arquitecto de la política de rectificación de los años ochenta, fue también destituido y relegado al silencio por disentir del rumbo impuesto.

Más recientemente, Alejandro Gil, ministro de Economía, símbolo del discurso de “resistencia creativa”, fue encarcelado en 2024 bajo acusaciones de corrupción.
Tres nombres que representan distintas etapas de una misma lógica: la del poder que no perdona ni a sus propios fieles. La lista, sin duda, sería larga.
El poder de Castro se sostuvo sobre una estela de muertes, suicidios y silencios forzados. Haydée Santamaría, heroína del Moncada, se quitó la vida en 1980, incapaz de soportar el desencanto.
El general Arnaldo Ochoa, condecorado por sus misiones en África, fue fusilado en 1989 junto a Tony de la Guardia tras un juicio manipulado, y el objetivo era borrar cualquier vínculo con los negocios de narcotráfico del régimen.

Manuel Piñeiro, conocido como “Barbarroja”, jefe de la inteligencia castrista, murió en un extraño accidente de tránsito en 1998.
José Abrantes, poderoso ministro del Interior, cayó en desgracia y murió de un supuesto infarto en prisión en 1991. Cada muerte, cada desaparición y cada suicidio fue una advertencia: en Cuba, el poder no se compartía ni se cuestionaba. Se obedecía o se moría.
Entre 1959 y 1965, más de 5.700 fusilamientos fueron documentados por organizaciones de derechos humanos. En La Cabaña, el Che Guevara se convirtió en verdugo y dejó para la historia una frase aterradora: “Un revolucionario debe convertirse en una máquina de matar.”
El sistema perfeccionó el control absoluto. Las UMAP, campos de trabajo forzado, encerraron a religiosos, homosexuales y artistas. Su lema, “El trabajo los hará hombres”, revelaba la inspiración totalitaria del régimen. Cuba se convirtió en una isla-cárcel donde todos vigilaban a todos.
Castro exportó soldados a guerras extranjeras en África y América Latina, bajo el disfraz del “internacionalismo proletario”. Angola, Etiopía, el Congo y Nicaragua fueron escenarios de una política imperialista de nuevo tipo: Cuba vendía vidas a cambio de petróleo soviético. Miles de jóvenes cubanos murieron lejos de su patria, en conflictos que nada tenían que ver con ella.
Mientras tanto, el “líder revolucionario” acumulaba riquezas. Residencias de lujo, yates, una isla privada y hospitales exclusivos eran parte de su entorno cotidiano.
Según Forbes (2006), su fortuna personal alcanzó los 900 millones de dólares. Su vida fue una contradicción viviente: predicaba la pobreza mientras vivía como un monarca.

Carlos Franqui, antiguo compañero de lucha, lo describió sin ambages: “Fidel no creía en nadie”. Usó a todos, mintió a todos. No quería un país, quería un escenario.”
El sistema que fundó no fue una revolución, sino una maquinaria de control. Convirtió la delación en virtud, el silencio en supervivencia y la mentira en deber patriótico. Las generaciones nacidas bajo su sombra aprendieron a fingir, a callar y a temer.
Cuba dejó de ser una nación libre para transformarse en el feudo de una familia política que heredó, con frialdad y cinismo, el poder absoluto. El Partido Comunista se volvió la máscara de una estructura mafiosa que aún hoy decide quién vive, quién prospera y quién desaparece.
Así las cosas, Cuba no fue tomada por una revolución, sino por una mafia política que convirtió la justicia en represión, la igualdad en miseria y la patria en prisión.
Lo que se inició en 1959 no fue la redención del pueblo cubano, sino el más largo secuestro de su historia.