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Cuando resistir deja de tener sentido

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Por Luis Alberto Ramirez ()

El opositor cubano José Daniel Ferrer ha decidido aceptar el exilio, cansado de los abusos continuos contra él y su familia. Su decisión no es una rendición, sino el grito desesperado de quien ha soportado demasiado.

Si al dictador Fidel Castro, cuando estuvo preso por los sucesos del cuartel Moncada, le hubieran hecho apenas una mínima parte de lo que le han hecho a Ferrer y a los suyos, la llamada Revolución Cubana jamás habría existido. Pero en Cuba, la historia se escribe al revés: los verdugos son héroes y las víctimas, silenciadas.

Ferrer ha resistido con una entereza que pocos pueden comprender. Golpizas, torturas psicológicas, aislamiento, amenazas contra su familia y la indiferencia del mundo han sido su condena. Durante años, mantuvo viva la esperanza de que una oposición interna pudiese sacudir los cimientos del castrismo, pero esa esperanza se ha ido diluyendo, no por falta de coraje, sino por falta de apoyo.

La oposición cubana, lamentablemente, se ha convertido en una puesta en escena, donde cada grupo hala hacia su propio lado, como hormigas sin reina ni dirección. La unidad, esa palabra tan repetida en los discursos, se ha vuelto un espejismo. Hoy los opositores que permanecen en la Isla tienen el mismo efecto que un cuadro colgado en la pared de un museo: están ahí, son parte del paisaje, pero nadie los escucha ni los teme.

La dictadura normalizada

Luchar dentro de Cuba es tan peligroso y estéril como intentar lavarle los dientes a un cocodrilo. El régimen no cede, no perdona y no olvida. Cada gesto de rebeldía se paga con cárcel, destierro o muerte civil. En ese contexto, Ferrer ha decidido lanzarse él mismo la toalla, consciente de que seguir resistiendo dentro de la Isla es prolongar el sufrimiento de los suyos sin resultados reales. Y hace bien.

No hay solidaridad internacional con los cubanos. El mundo entero parece haber normalizado la dictadura más longeva del hemisferio occidental. Los cubanos, por su parte, le temen tanto a la libertad que prefieren prescindir de ella, acomodándose a la miseria como si fuera un destino irreversible. Esa apatía colectiva es el triunfo más cruel del castrismo.

Muchos cubanos, dentro y fuera de la Isla, hemos tomado la misma decisión que hoy toma José Daniel Ferrer: abandonar una lucha desigual, sin aliados y sin esperanza visible. Porque enfrentar al castrismo sin el apoyo del mundo es como arar en el fondo del mar, una tarea inútil donde el esfuerzo se disuelve en la nada.

Ferrer no se rinde, simplemente cambia de trinchera. Y aunque el exilio no cura las heridas del alma, al menos le permitirá seguir denunciando la tragedia cubana desde un lugar donde la palabra no sea un delito. Su salida es una derrota simbólica para el régimen, pero también una advertencia: cuando los mejores hijos de un país deben marcharse para sobrevivir, ese país ha perdido algo más que su libertad: ha perdido su dignidad.

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