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Por Max Astudillo ()

La Habana.- Roberto Morales Ojeda, el secretario de Organización y segundo del Partido, ha dicho que no. No a la ayuda. No a la mano tendida, aunque venga cargada de comida y medicinas. Lo ha dicho con esa gravedad burocrática de quien firma un expediente de desahucio y se va a tomar un café, tranquilo.

La palabra «soberanía» suena bien en los discursos, hueca y grandilocuente como un tambor en un desfile militar. Sirve para tapar el ruido de las tripas vacías. Es la palabra que siempre usan cuando el pueblo se les muere de hambre en la acera, para que nadie, ni siquiera un salvavidas con bandera enemiga, les quite el privilegio de ser sus únicos verdugos.

Dicen que es por dignidad, por no permitir que el imperio los humille. La verdad es más simple y más cruel: es por el control. Un paquete de harina estadounidense en manos de una familia en Santiago es un misil en la base de su autoridad. Es el reconocimiento tácito de que ellos, con su sistema perfecto, han fracasado en lo más elemental: dar de comer a sus hijos. Prefieren la lealtad forzada por el hambre a la lealtad ganada con el bienestar. Prefieren un país en ruinas, pero suyo, que un país aliviado por una sonrisa que no es la suya.

La resistencia como imposición

Y Roberto Morales Ojeda puede permitirse este lujo de la soberanía gastada porque él no tiene el estómago cerrado por un nudo de necesidad. Él tiene sus problemas resueltos. Los de sus padres, los de su esposa, los de su ex (que las hay, y bien cuidadas), los de sus hijos y, sin duda, los de sus amantes.

Tiene resuelto el plato de langosta, la escuela en el extranjero para algún descendiente, la clínica exclusiva para el chequeo y el whisky que no se consigue en la tienda en moneda nacional. Lo mismo pasa con todos los que forman parte de la corte, esa pequeña aristocracia revolucionaria que vive en un capitalismo de lujo y exige socialismo sacrificial a los demás.

Esto no empezó ayer. Esto es el juego más viejo de la isla, el que aprendieron del tirano fallecido. Jugar a la política con el hambre y el dolor ajeno. Usar el bloqueo como excusa universal para toda incompetencia, para toda ración que no llega, para todo hospital que se cae a pedazos.

El sufrimiento del cubano de a pie ha sido siempre el combustible de su relato épico. La resistencia no es una virtud, es una imposición. Y ellos, desde sus puestos, administran la escasez como un instrumento de poder, midiendo cuánta miseria puede soportar un pueblo antes de que estalle, pero nunca lo suficiente como para que les caiga el teatro encima.

El pueblo nunca cuenta

Por eso el «no» de Morales Ojeda es tan obsceno. No es la firmeza de un estadista; es el capricho de un tirano bien alimentado. Es la confirmación de que esta gente no gobierna para el pueblo, gobierna a pesar del pueblo.

Su proyecto no es la felicidad de los cubanos, sino la perpetuación de su casta. El pueblo es un actor secundario en la obra de su vida, un coro que debe sufrir en silencio para que el drama revolucionario, esa farsa tristísima, pueda continuar en cartelera.

Al final, la ecuación es simple y desgarradora: su poder vale más que nuestra hambre. Su orgullo ideológico, falso como un billete de tres pesos, pesa más que el llanto de una madre que no tiene qué darle a su hijo.

Y mientras ellos brindan con ron añejo en alguna recepción por la solidaridad de los pueblos, el pueblo, nuestro pueblo, sigue pudriéndose en la incertidumbre. Porque la sangre, cuando no es la tuya, se barre con facilidad.

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