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Por Datos Históricos
La Habana.- La artritis era todavía un enigma allá por los años ´20. Muchos médicos creían que era una infección. Nadie sabía exactamente cómo tratarla, y menos aún cómo aliviar el sufrimiento de quienes la padecían.
Pero en 1929, algo cambió.
Philip Hench, médico de la Clínica Mayo, observó un caso que lo dejaría perplejo: un paciente de 65 años, que sufría terriblemente de artritis, comenzó a mejorar justo después de contraer una enfermedad hepática que le provocó ictericia.
Era extraño. Inesperado. ¿Cómo podía el daño en el hígado aliviar los síntomas de la artritis?
Hench se obsesionó con la idea de que el cuerpo, bajo ciertas condiciones, generaba una sustancia capaz de calmar la inflamación. La llamó “factor X”. Y durante años, lo buscó sin descanso.
Mientras tanto, otras pistas emergían. En el siglo XIX, Thomas Addison ya había relacionado la atrofia de las glándulas suprarrenales con una mayor vulnerabilidad a las infecciones. Hench no lo ignoró.
Junto con su colega Edward Kendall y el químico Tadeusz Reichstein en Suiza, comenzaron a aislar compuestos esteroides de las suprarrenales. Uno de ellos, descubierto en 1935, fue la cortisona.
Pero obtenerla era un desafío casi absurdo: se necesitaban más de un kilo de glándulas animales para obtener apenas un gramo del compuesto.
Hasta que en 1948, la farmacéutica Merck logró sintetizarla a gran escala. Era hora de probarla.
El primer voluntario, un hombre con artritis reumatoide severa, recibió una inyección de 100 mg de cortisona. El resultado fue casi milagroso. El dolor disminuyó drásticamente. Pronto, otros pacientes comenzaron a levantarse de sus camas. Algunos bailaban. Una mujer se dio siete baños en un solo día, como si quisiera recuperar el tiempo perdido.
El “factor X” tenía nombre: cortisona.
Y con él, comenzó una nueva era en la medicina. Una en la que el dolor dejó de ser destino… y empezó a ser combatido.