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Por Ulises Aquino
La Habana.-Fue en 1997 cuando el pueblo vivió una situación que, aunque no como la que estamos viviendo ahora, pasamos por jornadas de apagones brutales por aquel famoso rotor que se «jorobó» por una parada súbita en una central eléctrica.
Durante el Período Especial de los noventa (que fue una panacea en comparación con lo que vivimos ahora), también fueron brutales los apagones en todo el país, con larguísimas jornadas sin corriente, desabastecimiento y encarecimiento de la vida a niveles nunca antes vistos por los cubanos. También recuerdo el período de los años setenta, en los que cada dos días nos espantaban apagones de cuatro y cinco horas.
Experiencia sí que tenemos mucha en eso de vivir apagados. De escaseces y de que nuestras existencias estén marcadas para siempre con la constante de que lo más sencillo, cualquier cosa, por cara o barata que pueda ser, se pueda acabar, perder o no volver nunca más.
Mi generación vino a conocer el papel higiénico a finales de los ochenta, y la mantequilla, que pensamos que nos había abandonado para siempre, la volvimos a ver en las tiendas en dólares después de veinte años. El masareal que nos parecía horrible en la escuela regresó peor, y las botellas de refrescos que botábamos en los juegos durante el recreo, nuestros hijos no la conocieron; nos abandonaron para siempre.
Como nos abandonaron muchísimas cosas: los juguetes de los niños, la etapa del básico, el no básico y el obligado. Nunca tuve suerte con los juguetes; de las tres bicicletas que surtían para Luyano, eran para el primer día. Lo más cerca que estuve fue una sola vez que me dieron el tercero.
La libreta de artículos industriales era otra batalla tremenda: o calzoncillos o camisetas o pañuelos. Recuerdo muy claro en la memoria las broncas para comprar los kikos plásticos en la tienda El Cañonazo de Toyo (que hace décadas que no existe) y que, cuando los usabas al mediodía, había que buscar un charco para mojarse los pies para que no se derritieran.
Las colas de tres y cuatro horas en la pizzería Sorrento, en la Calzada de 10 de Octubre, para comer a la italiana-cubana, justo al lado del antiguo Cine Apolo, donde vi, con otra cola tremenda e interminable hasta de una madrugada: «La vida sigue igual» y «Solo en esta plaza» de Julio Iglesias y Palomo Linares. ¡Qué casualidad! Esa ha sido una constante en la vida de los cubanos: la escasez, las colas, la matazón para adquirir lo más sencillo y los apagones.
Las Asambleas de Méritos y Deméritos, donde se perdía la amistad fácilmente por un reloj de pulsera ruso Raketa o Poljot. Qué decir de los machetazos en esas asambleas cuando se trataba de un televisor Rubin 205 o Krin. Las broncas por los refrigeradores eran épicas, y qué decir de la entrega de las viviendas después de años trabajando en las Microbrigadas.
Todas esas cosas eran posibles si antes habías estado en El Cordón de La Habana, los Domingos Rojos, los Trabajos Voluntarios, las Guardias del CDR, la Patrulla Clik, la semana del Tránsito, la Guardia Pioneril, la escuela al campo, la zafra, etc.
Si tenías una conducta acorde con los principios «revolucionarios» y le dejaste de hablar a tus tíos y abuelos que vivían en Miami porque, como te leían las cartas que enviabas y recibías, estaban al tanto de tu posición revolucionaria. Muy a pesar de que, entre los «iguales», a ellos mismos les sobraba todo eso sin haber ido a ninguna convocatoria de esas.
Pero vino la «Comunidad Cubana en el Exterior» en 1978 y aparecieron entonces las tiendas para ellos, con refrigeradores de dos puertas, televisores en colores, videocaseteras, todo tipo de ropa y calzado, comida, etc. Para adquirir allí no valían los méritos; hacían falta los dólares y, claro, tener un familiar en esa Comunidad. Yo no tenía ninguno.
De la noche a la mañana nos dimos cuenta de que los refrigeradores y televisores rusos eran una mierda, que las lavadoras Áurika 70 caminaban solas y que los ventiladores Órbita se quemaban rapidísimo con el calor de Cuba. Sin lugar a duda, comparado con lo que estamos viviendo hoy, era «mejor», pero siempre ha sido una mierda.
Entonces yo me pregunto: ¿Tiene sentido esto que hemos vivido y lo que estamos viviendo? ¿Eran necesarios todos esos sacrificios y esas mediocridades para lograr las cosas que, trabajando en cualquier otro país, el más común de los ciudadanos podía y puede lograr? Y faltan muchas cosas que es mejor no recordar. Eso tienen los apagones: te hacen volver a sufrir, digo, a vivir lo que ya viviste y sufriste.