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Contrario al resto del mundo, en La Habana es un riesgo ir por la acera

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Por Max Astudillo ()

La Habana.- En cualquier otra ciudad del planeta, caminar por la acera es lo más normal del mundo. En La Habana, es un acto de fe, una ruleta rusa donde los huecos son el menor de los problemas. Lo que realmente asusta son los balcones, esas estructuras que cuelgan como dientes podridos de fachadas que nadie repara.

La gente ha aprendido a esquivarlos, a caminar por el medio de la calle, entre almendrones y bicitaxis, porque al menos ahí el peligro viene de frente y no desde arriba, como un pedazo de corniza que decide soltarse justo cuando pasas.

Las lluvias convierten la ciudad en un campo minado. No solo porque las alcantarillas tapadas inundan las calles, sino porque el agua se filtra en los edificios como un ácido lento, corroyendo vigas y despegando pedazos de historia que caen sin aviso.

En julio de 2025, una niña de siete años murió aplastada por una losa en La Habana Vieja. Su familia dormía cuando el techo cedió. No fue el primero ni el último derrumbe: en el Cerro, en Diez de Octubre, en Centro Habana, los edificios se desmoronan como castillos de arena, y siempre hay alguien debajo.

Los habaneros han desarrollado un instinto de supervivencia urbana. Saben que las aceras del Vedado, con sus raíces de árboles levantando el cemento, son trampas para tobillos. Que en Galiano o Reina, un balcón puede desplomarse sin más ceremonia que un estruendo y un grito. Y aún así, el gobierno insiste en maquillar la ciudad para fotos oficiales: pintan bordes, echan asfalto en avenidas principales y luego se olvidan de que la gente sigue viviendo —y muriendo— entre escombros.

«Ciudad en estado de derrumbe»

Hay algo surrealista en ver a los turistas caminando por las aceras, mirando el cielo como si La Habana fuera París, mientras los habitantes locales avanzan pegados a los autos. «¿Tienes complejo de carro?», le gritó alguien a una periodista que osó transitar por la calle. Pero es que en Cuba, la indisciplina es la única lógica posible. Si las autoridades no arreglan las aceras, al menos podrían poner señales: «Cuidado: ciudad en estado de derrumbe».

Los números no mienten: 185.348 inmuebles en mal estado en la capital, 46.158 al borde del colapso, según números más o menos recientes. Mientras el gobierno construye hoteles para extranjeros, los cubanos duermen bajo techos que crujen como náufragos. Hace unos días, un bebé de cinco meses murió ahogado cuando las lluvias derrumbaron un muro de su casa. Su familia no tenía adónde ir. Tampoco los vecinos del edificio de Castillo 216, donde dos personas quedaron enterradas bajo ladrillos y excusas.

Al final, La Habana es una ciudad que se devora a sí misma. Sus aceras son museos del abandono, sus balcones amenazas suspendidas. Caminar por la calle no es una elección, es la única manera de llegar vivo. Porque aquí, contra toda lógica, el riesgo no está en los autos: está en todo lo que puede caerte encima cuando crees que vas seguro.

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