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Por Jorge Sotero ()

La Habana.- Pero cómo vas a entender, coño, si para entender hay que vibrar en la misma frecuencia de la mierda. Hay que tener el estómago bien amarrado y la moral en punto muerto para tragarse el cuento y justificar lo injustificable. Mientras el pueblo se ahoga en un mar de mosquitos y sudor, la élite, esa que vibra en la armonía del poder, se ríe en tu cara desde la barra de un club.

¿Cómo cojones puede estar abierto El Gato Tuerto, con su aire acondicionado a todo dar y su ron de importación, mientras en un hospital público una mujer da a luz a oscuras y un viejo se muere porque el ventilador no funciona? Ese no es un sinsentido, eso es un puto monumento al cinismo.

Y ahí tienes a los viejitos de entonces, los que una vez se comieron el discurso con tostones. Esos que fueron jóvenes con ideales y ahora solo son fantasmas con la cabeza gacha. Ya ni siquiera alzan la voz, les da pena ajena reconocer que les metieron el barco en un viaje hacia la nada.

Sus voces temblorosas ya no rebaten nada, porque ¿con qué argumento van a salir? ¿Con el mismo de hace sesenta años? La realidad les grita en la cara, y prefieren mirar para otro lado, avergonzados de la pesadilla que ayudaron a construir.

Y no hablemos de la basura de base, los delegados de barrio y los presidentes de CDR. Esos ni siquiera vibran, esos solo sobreviven. Hacen como que no oyen, como que no ven. Nadie quiere ya ese carguito de mierda, ni para llevarse una lata de pollo podrido en las liberaciones.

Es el puesto más patético: tener que defender lo indefendible con una sonrisa torcida mientras tu propio hijo te pregunta por qué no hay luz. Se hacen los locos, expertos en evadir miradas, porque saben que son la cara más visible de un fracaso que apesta.

Que alguien lo explique

El Gato Tuerto abierto no es una paradoja, es la puta definición de este régimen. Es el dedo medio bien plantado frente a las narices de los que se joden. Es la prueba final de que aquí hay dos Cubas: la de ellos, que ríe y bebe en la oscuridad cool de un bar de moda, y la nuestra, la real, que se derrite en la oscuridad caliente de un cuarto sin ventilador. Mientras unos cuentan billetes, otros contamos las horas que faltan para que, quizás, llegue el fluído.

Este barco no va para ninguna parte, navega en círculos en un mar de desidia y hambre. No tiene destino ni costa cercana, solo un capitán y su tripulación que siguen tocando la música mientras el casco se hace añicos.

Y ellos, desde su burbuja de aire frío y ron caro, te preguntan por qué no eres feliz, por qué no vibras en su misma armonía. ¿Cómo vas a entender? Fácil: no hay que entender, hay que aguantar. O mandarlos a la mierda.

Al final, la pregunta no es cómo pueden hacerlo. La pregunta real es: ¿cómo cojones nos hemos aguantado tanto? El absurdo ya no asombra, cansa. Huele a puro derrumbe. Y en medio del olor a refrigerador podrido y a frustración, lo único que queda claro es que el pueblo, el de verdad, sigue esperando una luz que no viene de un jodido poste, sino de un cambio que barra con toda esta vergüenza.

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