
Newsletter Subscribe
Enter your email address below and subscribe to our newsletter
Por Eduardo González Rodríguez ()
Santa Clara.- Una vez leí que a los elefantes, cuando son pequeños, los atan a un madero con una cadena de hierro. Así, atados, los elefantes van creciendo. Muchas veces durante su juventud intentan romper la cadena, pero siempre fracasan en el intento.
Luego, cuando llegan a su madurez, basta ponerles alrededor de cualquiera de sus patas delanteras una cuerda fina -incluso un hilo de coser- y ya nunca más tratarán de romperla. Casi siempre aceptan el destino que alguien les impuso.
Es en ese estado de resignación donde aprenden a pararse sobre sus patas traseras, a dar vueltas en círculos, a soportar turistas sobre el lomo, a mojar a los visitantes del zoológico con la fuerza de su trompa.
Son elefantes amaestrados, dicen. No es cierto. Son animales esclavizados. Y cuando uno de ellos se rebela contra su amo y lo aplasta con sus patas, dicen que es un elefante asesino, lo sacrifican o lo meten para siempre en una jaula de hierro.
Nuestra especie tiene sus propios domadores, pero hay pequeñas diferencias. Los elefantes tienen memoria. Al parecer, nosotros no. Los elefantes no saben que la resignación es la peor forma del suicidio. Nosotros sí. Y seguimos resignados.
Le tememos tanto a las rejas y a la muerte que nos escondemos detrás de un estúpido «lo que sucede conviene» o un «Dios sabe lo que hace». ¡Como si ya no estuviéramos presos! ¡Como si no fuéramos a morir un día!