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Código QR para una casa fantasma

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Por Renay Chinea ()

Madrid.- Tengo con Madrid una tensión latente que nunca se llega a acomodar. Una relación tipo Sor Juana: si ella ingrata me deja, busco amante. Ya sé que, en tiempo de rapsoda, en Madrid fui un niño acosado por el frío y la precariedad, pero cegado por la abundancia de los oros imperiales al mismo tiempo.

No, no es Madrid una ciudad para emigrar a la intemperie… por eso vuelvo cada vez. No sé por cuál razón cada año tengo que tornar a Madrid. Son como esas reencarnaciones educativas orientales donde Dios dice: hasta que no te reconcilies con tu ciudad de desencaje, te haré volver.

Y he vuelto. Ayer volví. Un viaje en AVE Barcelona-Madrid viene a decir que, de octubre a mayo, no tienes nunca que alejarte del Mediterráneo. Pero hasta allí he vuelto. Me bajo en Atocha. El cielo, plomo gris. La lluvia sin relámpagos, tan fina que no es lluvia sino un rocío dado al espasmo y la melancolía. Nadie tiene derecho a amar una lluvia que no es lluvia. Una sesión de fotos gélida, sin flashes, y la única pose de una mueca surcada por un frío que quiere ser olvido.

—Dime dónde está la puta llave para entrar —le dije a Tino, mi gran amigo madrileño de los duros tiempos, cuya casa en Madrid es siempre mi casa.
Y se echa a reír.
—Deja el agobio —me dice. Y me manda un código QR a mi teléfono, con el cual abro la puerta de su, mi casa.
—¡Joder! ¡Puto frío! ¿Cómo se puede vivir con las casas heladas? —me pregunto. Y empiezo a abrir botones y calefacciones…

Ver vídeo: (https://www.facebook.com/share/v/17xejUYrXf/)

Hay… siempre hay un repiquetear de lluvia en los cristales. Me acomodo en mi habitación y me busco un edredón extra. Como sé dónde los guarda Tino, voy al armario, miro la ventana y me busco no uno… dos edredones más. Toco el radiador a ver si ha despertado. Los radiadores son las cosas más lentas de Madrid, donde todo fluye rápido. Yo me recuerdo a mí mismo, hace ya más de veinte años, sentado sobre un radiador perezoso de una casa sin ventanas por Carabanchel.

Llamo a Juanma. Intentando sobornarme, Dios me regala en la ciudad esos amigos.
—¿Qué quieres que te lleve? —me preguntó Juanma un día del pasado siglo XX—. Estoy yendo a La Habana pronto y me pregunto si necesitabas algo.
Y necesitaba algo. Allá se me apareció con la Poesía Escogida de Borges en la edición de Emece.
—¿Qué haces esta noche? —le pregunto—. Estoy en la ciudad y…
—¡Vaya cabronazo! Tengo planes. He comprado la entrada a un sitio que es bastante reducido y…
—Bueno, déjalo… no te preocupes… ya me busco la vida con Tino por ahí… —y lo dejé entrecortado.

Mientras vestía los edredones, recordé aquellos días en Madrid del 2003 en que no sabía vestir los edredones. Admiro la suerte de la gente que nace en el trópico y se exilia en el trópico y nunca tiene que vestir —en soledad— los edredones.

Necesito una novia solo para que me ayude a vestir los edredónes, me dije un día. Si uno tiene una novia, ¿necesitará edredones?, seguí pensando… y pensé en Ana, la novia que dejé en Cienfuegos.

Ella tampoco sabe lo que son los edredones. Es rubia y clara y se viste de largo para esconderse del sol tropical que la circunda.

Armé mi camita pulcra y solitaria, con un ventanal que da a una terracita en el ático de Tino, al lado de la Glorieta de Cuatro Caminos. Fui cerrando los ojos y me dormí con el repiquetear en la ventana.

A las 9 de la noche llegó Tino. Risueño y afable como siempre, me soltó:
—¡Dale, que nos vamos!
Profesor de Historia de Asia de la Complutense, Tino es experto sibarita en comida asiática. A menudo vamos a los thais, coreanos o filipinos de Madrid. Los conoce todos, aunque sabe que prefiero la comida de Tailandia. Así que nos tomamos una copita de Rioja y salimos bajo la fría lluvia rumbo al metro. Hablamos de lo de siempre: de la soledad, los amores y de mis hijos, que Tino y Juanma siempre me malcrían… y así pasaban las paradas del metro.

Llamó Juanma:
—Dile a Renay que tenéis que venir ya. ¡Os he conseguido con el dueño un sitio, pues falló una mesa!
Y Tino se levantó como un resorte.
—¡Vámonos!

Madrid en taxi de noche es placentero. Brillan las farolas por la Castellana y las chicas van tapadas con atuendos de colores. Llevan prisa existencial y relumbran sobre los adoquines como si fueran figuras de un Monet. Figuras perfumadas.
—Si uno tuviera una novia así, quizá no tendría frío —conjeturo.
Y la ciudad es un carnaval de luces rojas y destellos.

El taxi se mete en un rincón de árboles frondosos, por la calle Florida.
—Esta es la Casa Mingo —me dice Tino—. Aquí se venden pollos asados y sidra artesanal desde 1888.
Y me acuerdo del Brugal 1888 que me presentó Camilo.

Nos bajamos. Hace frío y soy feliz, pues la alusión a un ron dominicano me da la certeza de que no me duele… no recuerdo a Cuba.
—Ya sé —especulo—. No he amado Madrid porque tenía vivo el recuerdo de La Habana.
Me ajusto la bufanda y salgo del taxi, como quien va ridículamente esquivando las gotas de la lluvia.

Entramos al local y la decoración es ya efectiva. Tiene onda industrial, unas diez o doce mesas y una tarima donde toca una banda de blues y rock and roll. El bar está lleno de gente que al parecer son amigos.

Saludo a Juanma, a José y a la Titi. Me pido unas rabas a la andaluza, unos boquerones fritos y cerveza. La banda suena bien. Muy bien. Y, en medio de la pieza, invitan a un músico. Sube un negro gordo, de cara ancha y bonachona. Lleva en la mano una trompeta. Va despacito… la acaricia… y sutilmente la hace sonar. Todo el auditorio se funde en un aplauso:
—Ladies and Gentlemen… from Santa Clara, Cuba: Manuel Machado —dice el cantor, y todo el público sigue sin parar de aplaudir.
Santa Clara… Santa Clara… recuerdo que, de niño, mi madre me llevó a tomarme mi primer helado allí.

Madrid me hace olvidar y recordarlo todo.

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