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Por Carlos Carballido ()
La saga de Candace Owens sobre Israel como ejecutor del asesinato de Charlie Kirk parece no tener fin. Si o si se quiere obligar a conservadores y liberales a que aceptemos que finalmente el premier israelí, Benjamin Netanyahu, es el autor intelectual de un acto tan lamentable.
Owens sigue sacando capturas de pantalla de chats de Kirk con su equipo, vendiéndolas como pruebas de sus denuncias y supongo que seguirá por tiempo indefinido porque, al final, desviar el foco hacia un posible culpable es más importante que esclarecer las miles de dudas que aun quedan sobre el hecho de sangre.
Charlie Kirk no fue solo un dirigente juvenil conservador; fue un punto de inflexión cultural. Su mérito —y su peligro— residía en que había logrado algo que el Establishment norteamericanao parecía haber olvidado: disputar la mente de los jóvenes, el terreno más sagrado del progresismo. Cuando comenzó a cuestionar el intervencionismo, el moralismo globalista y la dependencia ideológica respecto de los grandes donantes, el sistema sencillamente reaccionó.
Las filtraciones posteriores a su muerte mostraron el síntoma más visible: la fractura entre los patrocinadores filoisraelíes y la corriente soberanista que Kirk encarnaba. Los mensajes confirmados por Turning Point USA solo revelan la superficie del conflicto —el roce entre dinero y doctrina—, pero detrás de ese intercambio había una pugna más amplia: quién define la agenda del conservadurismo estadounidense en el siglo XXI.
A mi juicio, reducir ese episodio a una supuesta “operación israelí” es un error de enfoque. Si algo caracteriza al poder contemporáneo, es su capacidad de usar a todos los actores a la vez, sin necesidad de eliminarlos. El caso Epstein es el mas claro ejemplo.
El lobby pro-Israel, el capital corporativo ( judío/ anglosajón/ musulmán) y la burocracia federal que forman parte del mismo sistema de autoprotección; no se eliminan entre sí, sino que se equilibran. Y Kirk no representaba una amenaza directa a Israel, sino a ese equilibrio interno del imperio financiero que edifica a EE.UU.
Detrás de las tensiones económicas había un principio más profundo: la pérdida de control cultural. Kirk, al igual que Tucker Carlson, estaba desarmando la pedagogía de la culpa que mantiene a las generaciones jóvenes dentro del molde progresista. Desde la sociología del poder, eso equivale a una crisis de legitimidad. Ningún Estado moderno tolera que la juventud cuestione los símbolos que lo sostienen. Y si Charlie estaba ayudando a eso, lo mas probable es que desde ese bando se haya pagado la bala que lo aniquiló.
El sistema estadounidense, que se presenta como democracia representativa, opera en realidad como un complejo de capas superpuestas: la política visible, el dinero que la financia y la burocracia que la perpetúa. Lo que algunos llaman Deep State no es solamente una secta de sombras, sino la inercia institucional de un imperio que se defiende a sí mismo. Cada vez que un actor —de derecha o de izquierda— altera el guión, las tres capas se sincronizan para restablecer el orden: retiro de fondos, descrédito mediático, asfixia reputacional.
Desde esa lógica, el conflicto de intereses con los donantes pro-Israel fue un instrumento, no un origen. Nadie te financia si atacas a su ideología. Es cierto que hubo presiones, pero fueron presiones delegadas: mecanismos automáticos de defensa de un sistema que usa causas nobles —Israel, la seguridad, la corrección moral— como válvulas de control.
Israel es una pieza importante del ajedrez estadounidense, no su jugador principal. Es falso que recibe más dinero que nadie. De hecho los países musulmanes calificados como enemigos de estado judío reciben el doble de dinero (alrededor de 58 mil millones de dólares anuales)
Pensar que Netanyahu habría ordenado eliminar a Kirk carece de sentido geopolítico: un acto así dañaría más su posición dentro del electorado conservador norteamericano que cualquier crítica de Kirk.
Cuando uno observa el poder desde arriba —cenitalmente—, descubre que los actores visibles son intercambiables. El vértice no es un individuo ni un país, sino la convergencia funcional de intereses financieros, tecnológicos y doctrinarios que mantienen estable la narrativa del imperio. Ese vértice necesita de enemigos internos para justificarse: el “extremista”, el “antisistema”, el “populista”. Kirk comenzaba a ocupar ese papel, y el sistema reaccionó con el repertorio habitual: aislamiento, contradicciones mediáticas, desvío de atención y por último, su eliminación física.
Desde esta perspectiva, la probabilidad de una implicación israelí directa en su muerte es mínima. Si Israel eliminara enemigos políticos cada vez que alguien cuestiona su influencia, los primeros en desaparecer habrían sido voces mucho más influyentes y dañinas para su imagen internacional: políticos europeos, periodistas de Haaretz, o diplomáticos estadounidenses críticos de su política exterior. No, Israel no necesitaba silenciar a Kirk; el sistema norteamericano podía hacerlo solo, y de formas más limpias: mediante desgaste, confusión y cooptación de su legado.
El caso de Kirk ilustra un patrón que se repite desde los años sesenta: cada vez que surge un liderazgo que desafía la arquitectura cultural de Estados Unidos —sea Martin Luther King, Malcolm X, Julian Assange o Tucker Carlson— el sistema despliega la misma coreografía de neutralización. No hace falta una bala ni un espía extranjero; basta con un conjunto de instituciones que actúan como reflejo de defensa de un cuerpo enfermo pero aún consciente.
A mi juicio, Charlie Kirk no fue víctima de una conspiración extranjera, sino de la lógica de autopreservación de un poder global que ya no admite disidencias autónomas. Su error —o su virtud— fue creer que podía reformar el sistema desde dentro sin pagar un precio. En esa ilusión residía su tragedia.
El “vértice invisible del poder” es la suma de todos los miedos del imperio: perder el relato, perder a la juventud, perder el control del discurso. Israel, el bloque económico musulmán, el Pentágono, Wall Street o Silicon Valley son engranajes de una misma maquinaria de hegemonía. Cuando uno de sus operadores —como Kirk— intenta reconfigurar el orden simbólico, la máquina reacciona, no por malicia, sino por instinto de supervivencia.
Por eso sostengo que culpar a Israel es ver una simple yerba y no el bosque intrincado que es el Deep State. El verdadero responsable es el sistema que convierte cada disidencia en amenaza y cada amenaza en ejemplo. Kirk fue un caso más de esa pedagogía del castigo: no solo se mata al enemigo; se lo convierte en advertencia.
Y en esa advertencia se resume el mensaje del vértice: que nadie, dentro ni fuera del sistema, debe olvidar quién dicta las coordenadas de lo posible.