
Newsletter Subscribe
Enter your email address below and subscribe to our newsletter
Por Jorge Sotero ()
La Habana.- En Cuba, hasta la máquina más rota tiene dueño. O, mejor dicho, tiene general.
El tomógrafo del Hospital Provincial de Camagüey llevaba meses muerto. Pacientes con cáncer, con hemorragias cerebrales, con metástasis, con lo que sea —da igual, todos iguales en la fila del sufrimiento— viajaban como podían a otras provincias. El socialismo es eso: que una máquina que salva vidas esté rota en tu ciudad, pero funcione a 300 kilómetros. Y que tú, enfermo, te las arregles para llegar hasta ella.
Hasta que un día llegó la madre del General de Brigada Roberto Jesús Viciana Mousset.
Entonces, el tomógrafo resucitó.
Aparecieron técnicos, directores, ambulancias nuevas, soldados con prisa. El general en persona —un hombre acostumbrado a mandar, no a esperar— paseó por el hospital acompañado de jefes de esto y de lo otro. Y la máquina, que durante meses no había servido para nada, de pronto sirvió. Para algo. Para alguien.
La familia Viciana es poderosa en Camagüey. Uno de sus hijos es médico allí. La esposa también. Una sobrina, fiscal. Todo atado, todo amarrado. Como debe ser en una revolución que reparte igualdad, pero solo entre los suyos.
La mujer que denunció esto —una paciente olvidada, una más— lo escribió con rabia y sin miedo: «No pueden hacerme más daño del que ya me han hecho». Tiene razón. Cuando el Estado te abandona, ya no hay nada que perder. Cuando te niegan la salud, ya no hay miedo que valga.
Cuba sigue siendo, oficialmente, una «potencia médica». Lo que no dicen es que su medicina tiene dos velocidades: una para los generales, otra para el resto. Una para los que mandan, otra para los que esperan. Una para los que viven, otra para los que sobreviven.
Y así, entre tomógrafos que solo funcionan para unos pocos, la isla sigue su camino. Hacia ninguna parte. (Para este texto se tomó como referencia un texto de La Tijera)