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Borracho no sabe lo que dice

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Por Luis Alberto Ramirez ()

Para nadie es un secreto que buena parte de los movimientos de izquierda en América Latina reciben apoyo de sectores vinculados al narcotráfico. La expansión de los carteles de la droga en países como Colombia, Venezuela y México ha generado una influencia que trasciende lo económico y lo criminal, penetrando en la esfera política y en las decisiones de Estado. No se trata de meras sospechas: hay regiones enteras donde el poder de las mafias se impone por encima del de los gobiernos.

En este panorama, emerge un personaje que, por su discurso y sus acciones, se proyecta como uno de los más inquietantes: Gustavo Petro. Y no es que sus opositores lo acusen o que la prensa lo critique, cosa habitual en la arena política; es que el propio Petro, en sus declaraciones públicas, parece confirmar esa afinidad peligrosa con agendas que benefician directamente a las mafias.

Desde el absurdo de querer modificar el significado de la palabra ilegal, como si el problema del crimen se resolviera eliminando una letra del diccionario, hasta insistir en la legalización de las drogas como si de un “remedio mágico” se tratara, Petro ha tejido un discurso que se aleja de las necesidades urgentes de seguridad ciudadana y se acerca peligrosamente a los intereses de quienes viven del negocio del narcotráfico.

El peligro de Petro

Pero lo más insólito fue su llegada a Estados Unidos con un mensaje que sobrepasa toda línea ética y política: incitar a los militares estadounidenses a ejecutar un golpe de Estado contra el presidente electo de esa nación. No se trata solo de una provocación diplomática, sino de un acto que pone en entredicho su compromiso con la democracia y su verdadero papel como mandatario.

Lo que queda claro es que, bajo la máscara del progresismo y la justicia social, Gustavo Petro representa una amenaza de mayor alcance. Porque no solo se trata de un político con ideas equivocadas, sino de un líder que, en nombre del cambio, parece dispuesto a desmontar los cimientos de la legalidad, de la soberanía y de la estabilidad regional.

En definitiva, el riesgo no es lo que dicen sus adversarios, sino lo que él mismo declara y propone. Y en una Latinoamérica marcada por el sufrimiento que han dejado décadas de violencia narcotraficante, lo último que se necesita es un presidente que, en lugar de enfrentarlos, parece rendirles tributo. Maduro es una amenaza por su torpeza, pero Petro es peor por su borrachera, porque borracho no sabe lo que hace.

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