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Por Fernando Clavero ()
La Habana.- Alberto Bicet ha decidido colgar los spikes, y uno no sabe si felicitarle por su carrera o por haber tenido, al fin, un rapto de lucidez. El lanzador santiaguero, hermano de Alejandro Bicet (otro nombre que ya suena a museo), se retira después de una década y media en la que pasó de ser un tipo útil a convertirse en un blanco móvil para los bateadores.
En sus últimos años, su lanzamiento rápido tenía la velocidad de un telegrama enviado por correo ordinario, y su curva parecía más un saludo que una bola en rotación. Pero ahí seguía, tozudo, como si el boxscore no existiera.
No fue un mal pitcher, nunca lo fue. En sus buenos tiempos —hablemos de 2007, cuando ganó siete juegos y salvó cinco con un ERA de 3.43—, Bicet era ese tipo de jugador que no brillaba pero cumplía.
El problema es que el béisbol cubano tiene una extraña adicción a los veteranos que ya no dan para más.
Mientras Bicet se retira, otros como Frederich Cepeda (que batea como si tuviera los ojos cerrados), Danel Castro (cuyos reflejos ahora son más lentos que un trámite estatal) o Yordanis Samón (que sigue en el roster por alguna razón que solo el manager conoce) insisten en seguir, como si el tiempo no pasara para ellos.
El dato cruel: en su última temporada, Bicet permitió un promedio de bateo de .312, y su ERA superó los 5.00. Los jonrones que le conectaron no fueron accidentes, sino ejecuciones públicas. En un equipo serio, lo habrían sacado a empujones mucho antes. Pero este es el béisbol cubano, donde la lealtad a los viejos gloriosos pesa más que los resultados.
Así que Bicet siguió ahí, lanzando, recibiendo paliza tras paliza, como si cada inning fuera un acto de resistencia política.
No es que no tuviera méritos. Lideró la Serie Nacional en hit batsmen en 2006 (19 ponchados, un récord que huele a violencia doméstica), y en 2008 tuvo 13 salvados. Pero desde entonces, su carrera fue una lenta caída hacia la irrelevancia. En 2009, lo incluyeron en la preselección para la Copa del Mundo, pero ya entonces era como llevar a un abuelo a una fiesta de adolescentes: todos lo respetaban, pero nadie quería bailar con él.
Lo peor es que Bicet no es la excepción. El béisbol cubano está lleno de zombies con uniforme. Frederich Cepeda, por ejemplo, sigue bateando como si esto fuera 2012 y no se hubiera enterado de que ya no conecta jonrones, solo rodillos lentos. Danel Castro, por su parte, defiende la tercera base con la agilidad de un armario empotrado. Y Yordanis Samón… bueno, Samón, insisto, sigue ahí, como un mueble que nadie se atreve a tirar.
Bicet, al menos, tuvo el valor de reconocer que ya no estaba para esto. No es fácil admitir que tu mejor lanzamiento ya no engaña ni a un novato, que los bateadores te leen como un libro abierto, que cada vez que subes al montículo es como entregarle un misil a un niño con problemas de ira. Pero lo hizo. Se retiró. Y aunque su nombre no quedará en los libros de récords, sí merece un aplauso por no convertirse en una de esas figuras patéticas que se aferran al juego hasta que el juego los escupe.
Mientras tanto, otros seguirán negándose a aceptar que su tiempo pasó. Cepeda seguirá haciendo outs como si fuera un ritual de autotortura, Castro seguirá corriendo en cámara lenta, y Samón seguirá ocupando un puesto que debería ser de un joven.
El béisbol cubano es así: un lugar donde las despedidas llegan tarde, si es que llegan. Por eso, Bicet, aunque nunca fuiste una estrella, hoy mereces que te digan: «Gracias por irte» .