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La traición pactada que hundió a Cuba
Por Albert Fonse ()
La historia oficial ha querido presentar a Fulgencio Batista y Fidel Castro como enemigos irreconciliables. Según el relato impuesto, uno era el dictador brutal y el otro el joven redentor del pueblo. Pero esa narrativa edulcorada y conveniente ignora una verdad incómoda que pocos se atreven a mencionar: Batista y los Castro no fueron enemigos por principios, fueron rivales por ambición.
No se enfrentaban dos visiones opuestas de país, sino dos proyectos autoritarios nacidos de la misma matriz: el socialismo de Estado, el caudillismo, y el desprecio por la democracia liberal.
Ambos nacieron en Holguín, en el oriente de Cuba, con pocos años de diferencia y bajo una misma cultura política. No solo compartieron tierra natal, sino una visión común del poder.
Batista surgió del ejército como sargento taquígrafo, ascendiendo con astucia y violencia hasta convertirse en presidente.
Fidel Castro, criado en un entorno rural acomodado, fue educado en colegios religiosos y formó su personalidad política en la universidad, donde ya daba señales de fanatismo. Ambos hombres fueron moldeados por el oportunismo, la verticalidad y la lógica del mando absoluto.
Lo que los unía iba más allá del estilo. Tanto Batista como los Castro fueron socialistas. El primero legalizó al Partido Comunista, integró a sus líderes en el aparato estatal y aplicó políticas de estatismo económico, sindicalismo controlado y centralización administrativa.
Su alianza con los comunistas no fue superficial. Fue parte estructural de su modelo de poder. El segundo, simplemente llevó ese esquema hasta su forma totalitaria. Fidel y Raúl no inventaron la dictadura, la perfeccionaron. No destruyeron el modelo de Batista, lo heredaron y lo radicalizaron.
Las conexiones personales entre ambas familias son innegables. Raúl Castro fue bautizado con Fulgencio Batista como su padrino. Ese vínculo simbólico revela una cercanía de la que nunca se quiso hablar.
Lina Ruz, madre de Fidel, intercedió personalmente ante Batista para pedir la liberación de su hijo tras el asalto al cuartel Moncada en 1953. El dictador accedió sin resistencia. No hubo negociación política. No hubo presión internacional. Fue un gesto entre conocidos. Un acto de poder compartido más que de confrontación real.
Fidel fue liberado y salió hacia México a organizar el regreso armado. Resulta absurdo pensar que una dictadura suelte a su principal enemigo sin calcular las consecuencias.
La forma en que Batista abandonó Cuba en enero de 1959 refuerza esta tesis. No hubo guerra civil. No hubo combate decisivo. Batista salió del país sin pelear, con el ejército aún en pie, y sin dejar instrucciones de resistencia.
El Estado fue entregado. El aparato institucional quedó intacto. La policía, las fuerzas armadas, los ministerios, todo fue dejado en manos del grupo entrante sin enfrentamiento serio. Fue una retirada ordenada, no una caída. Lo que parece, cada vez más, es que entre Batista y los Castro hubo un pacto de poder, explícito o no, para transferir el control del país de una cúpula a otra.
Ambos regímenes, el de Batista y el de los Castro, destruyeron la República. Batista la corrompió desde dentro con golpes, censura y complicidad comunista. Los Castro la enterraron bajo una dictadura comunista de partido único.
Lo que uno comenzó, los otros lo completaron. La ilusión de ruptura entre ellos fue una construcción propagandística que permitió a los Castro presentarse como salvadores, cuando en realidad eran los herederos de un sistema de poder podrido.
El 26 de julio no marcó el inicio de una lucha por la justicia. Fue el capítulo siguiente de una traición acumulada. Una jugada entre clanes que compartían raíces, padrinos y visiones. La historia no fue un enfrentamiento entre libertad y tiranía, sino un relevo de bandas que utilizaron al pueblo como carne de cañón.
Cuba no ha sido libre desde 1952, y por qué sigue siendo gobernada hoy por los herederos de ese mismo poder militar, reciclado en nombre de una revolución que nunca existió.