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Por Anette Espinosa ()
La Habana.- Aleida Guevara está en Caracas. Abel Prieto la delató cuando publicó una foto en X donde aparece ella —una montaña humana con el pelo blanco— junto a una venezolana, una libanesa y otro tipo que podría ser desde un diplomático hasta el dueño del restaurante donde comieron. Todos sonrientes, todos revolucionarios, todos posando junto a un busto de Andrés Bello como si la historia los absolviera por proximidad.
Aleida da pena. Debe rondar los 150 kilos —no 250, exagerado—, demasiados para alguien que presumía de haber heredado el estoicismo espartano de su padre. Aquel que vivía con lo justo, el que se conformaba con un plato de arroz y un tabaco, el que mandó a fusilar un hombre por robar una lata de leche. El que predicaba la austeridad como virtud revolucionaria.
Ella, en cambio, parece haberse tomado al pie de la letra lo de «crecer las fuerzas productivas». Esos michelines no son de quien pasa hambre, a menos que sufra un trastorno hormonal grave. Pero en Cuba, donde el hambre es política de Estado, ver a una Guevara con más curvas que una carretera venezolana resulta obsceno.
El legado guevariano, al menos en su caso, se redujo a dos cosas: controlar ferozmente los derechos de imagen de su padre y pelearse con cualquiera que osara escribir sobre él sin pagarle. Froilán González y Adys Cupull, los biógrafos oficiales del Che, saben bien de qué hablo: demandas, amenazas, tribunales.
Todo por dinero. Mucho dinero. Tanto que hasta se enemistó con los parientes argentinos del «asesino de La Cabaña», como llama a su progenitor. La misma que de joven viajaba a Angola para entretener a la cúpula militar cubana ahora es una abuela que necesita dos asientos de avión y no por llevar equipaje de mano.
Lo curioso es que sigue dando lecciones. Llega a cualquier foro, con su acento porteño más marcado que el de su padre, y suelta discursos sobre el «tío Fidel» y el «tío Raúl» como si Cuba no fuera un geriátrico gobernado por nostálgicos.
Aprovecha estos viajes —siempre en economía premium, claro— para pasar el sombrero entre la izquierda recalcitrante, esos mismos que han convertido media América Latina en un infierno. Pero el tiempo corre en su contra: pronto sus piernas no aguantarán tanto peso, y entonces se acabaron los vuelos, las conferencias, la vida fácil.
Médica graduada, dicen. Debería saber que la obesidad mórbida no es compatible con la longevidad. Pero quizá prefiera vivir menos y comer más. Al fin y al cabo, es lo único que le queda: heredó el apellido, pero no el mito. Solo los kilos.