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A propósito del XVI Domingo del Tiempo Ordinario

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Por O. Alberto Reyes Pías

Evangelio: Lucas 10, 38-42

CamaGúey.- Es asombroso lo bien que se nos da a los humanos elaborar dobles discursos. Un discurso doble es lograr un acuerdo armonioso entre algo que defendemos verbalmente a capa y espada mientras que nuestros actos son contrarios a lo que decimos defender.

Verbalmente, es común integrar las filas de aquellos que defendemos la necesidad de la oración, de «darse tiempo» para leer y meditar la Palabra de Dios, de pensar sobre la acción de Dios en nuestras vidas, de evaluar nuestros actos al final del día.

Verbalmente repetimos que «hay que aprender a parar», que tenemos que separar tiempo para alimentar el espíritu, para digerir las experiencias, porque «la vida acelerada nos deshumaniza». Es un discurso hermoso y, en realidad, totalmente cierto.

Pero luego suena el despertador y se activa el «otro» discurso, la voz que no se expresa con palabras sino con actos. Y nuestros actos no soportan parar, no resisten la calma. Nuestros actos aman las agendas desbordadas.

Hemos asumido la idea de que una existencia valiosa es aquella que se vive al límite del tiempo y, aunque lo digamos en tono compungido, nos encanta escucharnos decir delante de los demás que «no me da la vida», «no me alcanza el tiempo», «necesito días de 48 horas», o aquello de «necesito un día entre el lunes y el domingo, algo así como un lumingo».

Obviamente, nos acostumbramos a vivir al límite, prestos a decir que sí y renuentes a decir que no. Abrimos continuamente nuevos frentes y hacemos «planificaciones» imposibles de conciliar con las horas hábiles del día.

Y cuando la vida se vuelve agitación y estrés, cuando las batallas excesivas absorben nuestras energías y nos volvemos incapaces de disfrutar momentos, logros, cosas, personas… somos incapaces de reconocer que tanto el problema como la solución está en nosotros, y culpamos, y nos quejamos, y nos hacemos promesas de pausas que no tenemos intención de cumplir.

Jesús no le critica a Marta su disponibilidad para servir, sino su agitación, ese actuar sin respirar que impide disfrutar incluso el bien que se está haciendo.

Por eso Jesús repite su nombre dos veces: «Marta, Marta…», porque es la forma en que a menudo la Biblia presenta la vocación de una persona, la llamada de Dios a un cambio, como aquella llamada suave al niño Samuel, o como cuando Dios le dice a Pablo: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?».

Marta es buena persona, se ofrece, se dona, pero no desde el espíritu del discípulo de Jesús, no desde el contacto íntimo con Jesús que guía las opciones y regula los síes y los noes. Jesús, más que un regaño a Marta, le dirige una invitación a convertirse en discípula, a que deje que el contacto con su palabra guíe su actividad, del mismo modo que está haciendo María, su hermana, del mismo modo que Jesús se dejó siempre guiar por el Padre.

¿Lo lograremos? Es un reto duro pero, al menos, nos merecemos intentarlo.

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