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Por Gustavo Borges ()
México DF.- Por entonces yo tenía casi la misma edad que el Jaguar y el esclavo. Para poder leer tranquilo «La ciudad y los perros» forré el libro con un papel blanco. «Materialismo histórico», escribí en la portada con tinta roja y entonces pude seguir sin el riesgo de ser fichado como joven con problemas ideológicos.
De Vargas LLosa sólo pude leerme uno de sus libros en mis primeros 35 años de vida. En Cuba estaba prohibido. Luego de entusiasmarse con lo que allí había, le jodió el circo con el poeta Heberto Padilla y mandó todo al carajo.
Por alguien que quiero mucho supe que en París, donde llegó a tener como siete trabajos a la vez en una apuesta espartana por la literatura, Vargas Llosa comía pan con paté para ahorrar. Así podía entrar al cine con la tía Julia. Entonces daba clases de Berlitz y confesaba que si no escribía, se ponía de mal humor.
El maestro me hizo ver el parecido del bullying del Jaguar al esclavo en «La ciudad y los perros» con los abusos en las escuelas al campo de Jagüey Grande, sur de Matanzas. Esto ocurría a finales de los años 70, cuando los de mi generación éramos alevines del hombre nuevo.
Lo releo y me da gusto el guiño que le hizo a las mujeres cuando en «Los cuadernos de Don Rigoberto» recordó que tener pene o vagina no puede ser una manera de considerar a un ser humano. En «La fiesta del chivo» retrató las fechorías del sátrapa misógino. Para medir la fidelidad de sus ministros, se acostaba con sus esposas.
Vivo convencido de que amar es dar. Vargas Llosa subió la apuesta al convertir esa idea en una novela, «Travesuras de la niña mala», que me recomendó la inasible Budita. Ella cumplió años este doloroso domingo.
Me gusta recomendar «El sueño del Celta», un retrato a los abusos de los colonialistas en África y Sudámerica. No tanto «Conversación en la catedral». Esa se la regalo a amigos y a los de mi familia que son casi los mismos.
La bola recta de las últimas novelas de Vargas Llosa no llegaban a 90 millas por hora, dicen los críticos. Él lo suplió con sus ensayos filosos. A mí «La verdad de las mentiras» me convenció que era un poco más ignorante de lo que creía. Me sugirió que podía solucionarlo. «El pez en el agua» me dijo cómo hacerlo. «La tentación de lo imposible» me mostró los entrecijos del libro número uno de mi vida y «La orgía perpetua» me insinuó que Flaubert no tenía talento, pero logró milagros con su obsesión. A propósito de eso ahora escucho al maestro que insistente me aconseja: «Léase las cartas de su tocayo Gustave con Louise Colet».
Suelo presumir que soy un hombre de paz por derecho de nacimiento. Cuando se acabó la crisis de los misiles, mis padres celebraron que no desapareciera el mundo haciendo el amor de manera descontrolada. En la calle gritaban «Nikita, mariquita, lo que se da, no se quita». Puntual, llegué nueve meses después, en los días en que un joven peruano publicaba «La ciudad y los perros».
Maestro, agradecido, te prometo darle de comer todos los días a la lombriz solitaria de la que me hablaste. ¡Gracias!