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(Tomado de las Redes)

En el barrio siempre fue “el muchacho serio”, el que saludaba con la cabeza y nunca levantaba la voz. Pero el día que lo ascendieron a sargento, algo en él empezó a cambiar. Se lo creyó. Pensó que tenía poder.

Y cuando llegaron las órdenes —esas órdenes que nunca vienen del corazón, sino de más arriba— él obedeció. Salió a la calle con el bastón en la mano y el miedo en los ojos. Golpeó a sus propios vecinos, a gente que lo había visto crecer, que le había regalado un mango del patio o un vaso de agua fría. Golpeó sin mirar, porque mirar duele, porque mirar es recordar que uno también es pueblo.

Pero el castigo más grande no fue el que él repartió.

Fue el que le tocó vivir.

Al día siguiente, mientras caminaba por el pueblo, no escuchó un solo saludo. Los vecinos bajaban la mirada. Las mujeres agarraban a sus hijos y cruzaban la calle. Los viejos que antes le daban conversación ahora se quedaban sentados en silencio, como si no lo vieran.

Peor aún: los niños del barrio ya no querían jugar con sus hijos. Los evitaban, los rodeaban, los miraban con esa mezcla de miedo y vergüenza que solo los niños saben expresar con tanta pureza.

Y en su propia casa, donde él pensaba que encontraría refugio, también lo esperaba el peso de su decisión. Los padres de su esposa —dos campesinos humildes y honrados— le cerraron la puerta en la cara. Le dijeron que no querían un abusador en su familia. Que un hombre que levanta la mano contra su pueblo, pierde la mano, pierde el pueblo… y termina perdiéndose él mismo.

Esa noche, el sargento se sentó en el umbral, con el uniforme arrugado y el bastón en el suelo. Por primera vez entendió algo que nadie le enseñó en la academia:

Un golpe puede romper un hueso, pero también rompe el respeto. Y cuando el respeto se rompe, no hay ascenso, no hay orden ni uniforme que lo vuelva a pegar.

Desde entonces, aunque sigue usando el mismo traje, ya no carga el mismo hombre. Ahora carga su soledad. Y esa pesa más que cualquier bastón.

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