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La podredumbre y el esplendor

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En la segunda mitad del siglo XIX, cuando la dinastía Qing se tambaleaba entre invasiones, rebeliones y la presión de un mundo que cambiaba demasiado rápido, el verdadero poder de China no estaba en el emperador, sino en una mujer: la emperatriz viuda Cixi.

Su reinado, de 1861 a 1908, es recordado por muchos historiadores como un tiempo de lujo desmedido, intrigas de palacio y corrupción sin freno. Pero lo más sorprendente no es cuánto gastaba… sino cuánto era posible derrochar sin que el imperio colapsara de inmediato.

Cixi exigía para cada comida mil platos distintos. Mil.

Un océano de sabores que jamás probaría. Elegía apenas unos cuantos y el resto permanecía intacto, oculto bajo sus tapas.

Los eunucos, maestros del oportunismo, encontraron una forma ingeniosa —y profundamente cínica— de navegar ese exceso: preparaban frescos solo los platos que ella solía elegir, mientras que los otros se dejaban pudrir durante días en sus ollas antes de ser arrojados.

Menos trabajo, menos gasto… y más dinero en los bolsillos de los funcionarios corruptos.

Era un sistema perfecto en su perversión: una corte que derrochaba sin límites, un imperio vastísimo cuya riqueza parecía interminable y un enjambre de funcionarios que se alimentaban del desorden, como termitas en un palacio demasiado grande para derrumbarse de inmediato.

A veces se olvida la magnitud de China. Incluso con corrupción constante, el flujo de dinero era tan enorme que ni el más desvergonzado de los sirvientes podía gastarlo todo.

Así sobrevivió un imperio enfermo: entre el esplendor y la podredumbre, entre la apariencia de estabilidad y la lenta infección que lo devoraba desde adentro.

Cuando Cixi murió en 1908, el imperio la sobrevivió apenas tres años.

Toda herida mal tratada, por grande que sea quien la cubre con seda, termina por abrirse. (Tomado de Datos Históricos)

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