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Por Max Astudillo ()
La Habana.- Imagínate la escena, hermano: un tipo cae de un barco en mitad del océano. El agua es fría, el horizonte infinito, pero el hombre no se ahoga. Lleva un salvavidas de primera, es un nadador olímpico y hasta tiene en el bolsillo una tableta de agua potable y unas galletas de supervivencia. La situación es jodida, pero no desesperada. Sus compañeros en el barco se darán cuenta, darán la vuelta y lo rescatarán. O pasará un carguero, un velero, algo. El tipo, mientras tanto, flota. Tiene recursos. Tiene esperanza. Es, digamos, un náufrago de lujo.
Ahora mira a Cuba. Nosotros no hemos caído del barco, no. Aquí el barco entero se está hundiendo. Y no es un accidente, es un sabotaje continuado. El capitán y sus contramaestres, los mismos que llevan sesenta y siete años al timón, han taladrado el casco con tanto esmero que ya parece un colador. El barco llamado Cuba hace aguas por todos lados, pero ellos siguen ahí arriba, en el puente de mando, dando órdenes absurdas mientras reparten los últimos chalecos salvavidas entre la familia y la guardia pretoriana.
La tripulación, que somos nosotros, lo sabe. Sabemos que no hay galletas de supervivencia, que el agua potable es un recuerdo lejano y que el salvavidas oficial es más bien un ladrillo atado a los pies. No hay nadie que vaya a venir a rescatarnos, porque los que deberían estar buscándonos son los mismos que nos hundieron. Y en vez de bombear el agua o tapar los boquetes, se dedican a leer discursos sobre la «resistencia del modelo naval revolucionario» mientras reparten carnets para una «nueva flota» que solo existe en el PowerPoint de la próxima asamblea del puerto.
Lo más genial del espectáculo es la farsa de la normalidad. El barco se inclina a 45 grados, las ratas ya se tiraron por la borda hace rato y la cubierta está llena de tripulantes famélicos, pero el capitán insiste en que todo va según el «plan de navegación». Anuncia, con una solemnidad que da pena ajena, que van a crear una «brigada de achique» con un solo balde, o que importarán «tecnología de punta» para detectar icebergs… en el Caribe. Mientras, en la bodega, los contramaestres no solo se comen las últimas provisiones, sino que te las venden en MLC.
Y así, entre la inepcia y el robo descarado, el barco se hunde. Pero con estilo, oye, con mucho estilo. No es un hundimiento cualquiera: es un «proceso de actualización de las condiciones flotantes» o una «readecuación táctico-estratégica del medio acuático». El capitán no piensa saltar. Él va a ir hasta el fondo, agarrado al timón, exprimiendo hasta el último suspiro de ese cascarón que una vez fue un barco. Su orgullo es tan grande como su incompetencia.
Así que ya lo sabes. Mientras el náufrago solitario del primer barco flota con la esperanza de que alguien lo vea, nosotros nos ahogamos en grupo. Nos venden que estamos «navegando» cuando en realidad lo que hacemos es asistir, día a día, al lento y burocrático espectáculo de nuestro propio hundimiento. Y lo peor no es que el barco se hunda, sino que los que lo manejan se niegan a abandonarlo, condenando a toda la tripulación a un frío, oscuro y silencioso final en el fondo del mar. Y sin galletas, Camilo, sin galletas.