Enter your email address below and subscribe to our newsletter

La epidemia se sale de control

Comparte esta noticia

Por Redacción Nacional (EFE)

La Habana.- Surgida casi de la nada, como todas las desgracias que golpean a Cuba, la epidemia de chikunguña llegó en julio para recordarnos que en esta isla cualquier enfermedad encuentra terreno fértil: basura por doquier, agua acumulada en tanques oxidados y una población cansada de sobrevivir sin medicamentos, sin alimentos y sin un mínimo de higiene.

En barrios como Jesús María, donde la pobreza se respira más que el aire, la gente anda tirada en los sofás, con el cuerpo hecho trizas, repitiendo la misma letanía: “me duele dondequiera”, “no puedo caminar”. Y uno se pregunta, mientras mira a Pilar Alcántara, 81 años, postrada como si la vida la hubiese derrotado definitivamente, ¿cuántas veces tiene que enfermar este país para que alguien asuma su responsabilidad?

En cualquier otro lugar, un brote así habría encendido todas las alarmas. Aquí no: aquí lo que se disparan son los dolores articulares y la resignación colectiva. “Aquí le ha dado a todo el mundo”, dice una señora que espera los 45 minutos de rigor tras la fumigación, como si la vida se redujera a contar el tiempo para volver a entrar a una casa llena de mosquitos. Según el Minsap, más de 47.000 cubanos enfermaron esta semana, pero el propio Durán —el epidemiólogo estrella del noticiero— admite que las cifras no reflejan la realidad porque muchos ni se molestan en ir al médico. ¿Para qué? Si no hay medicamentos ni para calmar un dolor, mucho menos para combatir un virus que ya se hizo dueño de la isla completa.

La culpa no es solo del mosquito. La culpa es del desastre instalado como sistema. La chikunguña encontró una isla fracturada por la peor crisis económica en treinta años, con apagones interminables, hospitales sin insumos y una prevención epidemiológica que se vino abajo por falta de combustible. En Jesús María, donde la basura parece un elemento arquitectónico más, los vecinos repiten lo mismo: “aquí estamos faltos de medicamentos”, “ni pollo puedes comprar”. Y mientras tanto, la fumigación llega tarde, mal y arrastrándose, como todo lo que el Estado toca. A veces da la impresión de que la enfermedad avanza más rápido que cualquier funcionario con voluntad de resolver algo.

La situación es todavía más triste en el oriente del país, donde el huracán Melissa terminó de rematar lo poco que quedaba en pie. Más de 600 centros de salud destruidos, agua acumulada en patios que jamás debieron acumular nada, y un gobierno que insiste en culpar a la gente porque guarda agua en tanques, como si alguien pudiera vivir dignamente con un grifo seco la mitad del año. Esta vez, a diferencia de 2014, el brote se salió de control. Y no por capricho de la naturaleza, sino por la indolencia de quienes llevan décadas jugando a gobernar mientras el pueblo se hunde en una espiral de miseria y enfermedades que cualquier país decente habría evitado.

Y claro, en medio de todo esto, están los cubanos que, como Pedro González —un chófer que ahora trabaja “cuando puede”— cargan con las secuelas del virus mientras intentan sobrevivir en un país donde ya nada funciona. La epidemia solo vino a confirmar lo que todos sabemos: esta isla está tan enferma como los que hoy no pueden levantarse de la cama. Y mientras el régimen se dedica a repetir cifras maquilladas y a fingir control, la vida real va por otro lado: el pueblo sigue solo, abandonado y mordido por un mosquito que, como la propia dictadura, se alimenta de la fragilidad de los más vulnerables.

Deja un comentario