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Por Sergio Barbán Cardero ()
Miami.- La historia reciente del Sr. Oscar Pérez-Oliva Fraga -hijo de una hermana de Fidel y Raúl Castro- y de sus hijos vuelve a mostrar un patrón que en Cuba conocemos demasiado bien; la distancia abismal entre lo que exige el sistema y lo que en realidad hacen quienes lo dirigen.
Mientras por décadas a miles de familias cubanas les negaron salidas, reunificaciones y hasta simples viajes por miedo a que sus hijos “no regresaran”, en la cúpula se habilitaban caminos discretos, excepciones milagrosas y maniobras que solo funcionaban para unos pocos. Lo que para el cubano común era un muro infranqueable, para determinadas familias era simplemente un trámite más.
No se trata de cuestionar las decisiones personales de unos jóvenes que buscaron un futuro mejor (como haría cualquier muchacho) sino de preguntarnos por qué a ellos se les abrió una puerta que a tantos otros se les cerró con violencia. Y por qué ese privilegio ocurre en un sistema que predica sacrificio, lealtad ideológica y pureza revolucionaria, pero cuyos propios cuadros más altos terminan asegurando el porvenir de sus herederos en el país que públicamente llaman su enemigo.
Este episodio no revela solo una contradicción familiar: desnuda la doble moral estructural del poder cubano. Por un lado, se exige al pueblo renunciar, aguantar y obedecer; por el otro, las élites gestionan para los suyos lo mismo que prohíben a los demás. Y mientras tanto, miles de padres y madres, con menos influencia y más miedo, vieron a sus hijos crecer atrapados en decisiones que no pudieron tomar.
La historia de los Pérez-Oliva Fraga no es excepcional. Es, lamentablemente, la confirmación de cómo funciona un sistema donde los discursos van en una dirección y las vidas privilegiadas de sus dirigentes en otra.
NOTA: Mi esposa me acaba de hacer una observación; uno de los muchachos se llama Camilo y el otro Ernesto, como la jornada: «Camilo-Che»