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La ayuda a la isla del huracán permanente

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Por Yeison Derulo

La Habana.- Japón acaba de enviar a Cuba un cargamento de comida valorado en un millón de dólares para ayudar a los damnificados del huracán Melissa. Una isla que hace décadas dejó de ser autosuficiente ahora depende del humanitarismo internacional como quien depende del vecino para que le preste un vaso de azúcar.

La embajada japonesa en La Habana anunció que toda esta ayuda llegará mediante el Programa Mundial de Alimentos, mientras la prensa oficial cubana lo festeja como si fuera un triunfo político y no la evidencia más clara del fracaso nacional.

No es la primera vez que Tokio extiende la mano. Hace apenas unas semanas enviaron purificadores de agua, mantas, tiendas de campaña y esas colchonetas que uno asocia más con un refugio de guerra que con un país que alardea de potencia médica.

El embajador japonés, Nakamura Kazuhito, dijo entonces que el donativo era “asistencia de emergencia”, una frase que, en cualquier nación normal, sonaría transitoria, pero en Cuba se ha convertido en una especie de mantra perpetuo: siempre estamos en emergencia, siempre se necesita una donación nueva, siempre hay un desastre que desbordó a las autoridades.

Y con razón: Melissa pasó por la isla como una advertencia celestial. Entró por el sureste, salió siete horas después por el noreste y, en ese breve tiempo, arrancó techos, tumbó postes, arrastró cultivos, dejó sin luz a medio país y convirtió carreteras enteras en piscinas fangosas. Llovieron hasta 400 milímetros en algunos puntos, una cifra que parece sacada de un documental de catástrofes, pero que aquí se vive con resignación y un velita. La zona oriental sigue a oscuras, como si cada huracán fuese la oportunidad perfecta para recordarnos que el sistema eléctrico es tan frágil como la paciencia del cubano.

Cuba está reventada

Naciones Unidas afirmó que la magnitud de la tragedia es “enorme” y que las autoridades están “abrumadas”. Uno escucha la palabra abrumadas y piensa en funcionarios agotados, pero la realidad es otra: más de 3,5 millones de damnificados, 90.000 viviendas dañadas o destruidas y unas 100.000 hectáreas de cultivos arruinadas.

Las cifras no mienten; la isla no está abrumada, está reventada. Y mientras tanto, el Gobierno continúa achacando todo al cambio climático, a Estados Unidos, a la mala suerte, al perro, al vecino, a cualquiera menos a su propia incapacidad para mantener un país en pie.

Por eso, cada vez que un país manda ayuda, el régimen sonríe para la foto y habla de “vínculos estrechos” y “perspectivas humanitarias”. No lo dicen, pero detrás de cada declaración diplomática hay una verdad incómoda: Cuba no puede sola. Hemos llegado al punto de agradecer mantas como si fueran lingotes de oro y celebrar que otro país nos dé comida porque aquí ya ni la tierra produce lo que producía. El huracán pasó, sí, pero lo que queda es la evidencia amarga de un país que vive en desastre permanente, aun cuando no haya tormenta en el radar.

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