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Respuesta: Parece improbable, simple y sencillamente, porque cuando la justicia debe aplicarse contra políticos y funcionarios demócratas y liberales en EE. UU., alguna razón —aún no identificada— la retrasa o la engaveta.
El New York Post ha sacado a la luz una nueva investigación periodística en la que asegura que el director del FBI, Chris Wray, mintió bajo juramento ante el Congreso (julio de 2024) cuando afirmó que la agencia no había encontrado nada en el historial en línea del presunto tirador del atentado contra Donald Trump que apuntara a un motivo o ideología política.
Las declaraciones de Wray sirvieron para encubrir a Thomas Crooks, de 20 años, presentándolo como un “lobo solitario” y desvinculándolo de móviles políticos o ideológicos más cercanos al espectro demócrata-liberal que al conservador-republicano.
El NYP se caracteriza por investigaciones serias que, por su impacto, suelen intentar desvirtuar, como ocurrió con el caso de la laptop de Hunter Biden.
Ahora publica este nuevo escándalo, en el cual se ha demostrado que el tirador tenía una larga data de mensajes de odio antisemita, anti-Trump, anti-conservador y de propaganda sobre asesinatos políticos, diseminados en 17 cuentas en redes sociales y correos electrónicos.
Estas revelaciones fueron obtenidas a través de una enterprising source que utilizó técnicas OSINT (inteligencia de fuentes abiertas), totalmente legales y accesibles al público.
Dicha fuente partió del número telefónico de Crooks (público o fácil de conseguir), el cual cruzó con correos electrónicos, nombres de usuario y archivos web (Wayback Machine, cachés de Google, etc.).
Este proceso —para el cual no se necesita permiso especial, solo pagar el servicio— permitió recuperar 17 cuentas suspendidas o inactivas, incluyendo los 737 comentarios del usuario de YouTube “Tomcrooks2178”, que Google/YouTube normalmente entrega solo a autoridades con orden judicial o al propietario.
El FBI (bajo Wray y ahora Patel) y el Servicio Secreto se niegan a aclarar si Crooks estuvo en sus radares antes de 2024, si fue investigado o si se le realizó alguna visita. Sin embargo, de acuerdo con exoficiales del FBI, es improbable que no haya estado identificado, pues el mismo servicio que utilizó el NYP para recabar la información es el mismo filtro que usa la agencia para ubicar a potenciales criminales en su radar.
Lo más cuestionable es que todo rastro visible del tirador fue inmediatamente borrado en menos de 24 horas tras el suceso, según el reporte criptológico de la fuente consultada.
El propio Trump ha expresado su insatisfacción con la investigación, y buena parte del público no se ha creído el relato oficial del intento de asesinato. Se supone que esta administración se encargaría de “limpiar el pantano”, pero en realidad este parece hacerse más profundo.
Más allá de eso, la gravedad del asunto es que Estados Unidos se ha convertido en una especie de “mafia institucional”, donde cualquier escándalo relacionado con un conservador avanza con todo el peso de la ley, mientras que los casos que involucran a demócratas parecen diluirse o engavetarse sin consecuencias.
Ejemplos sobran: la laptop de Hunter Biden, la trama rusa contra Trump orquestada bajo la administración Obama —y expuesta por la entonces congresista Tulsi Gabbard—, entre muchas otras ya conocidas.
Y aquí radica el mayor peligro: cuando los poderosos pueden borrar huellas, clasificar informes y responder con silencio a preguntas legítimas del Congreso y del propio sobreviviente del atentado, ya no vivimos en una república.
Aquellos que hoy miran para otro lado cuando intentan matar a un presidente, mañana podrán mirar para otro lado cuando vengan por cualquiera de nosotros. Para entonces —que ya está a la vuelta de la esquina— ni la falacia de “la ley es igual para todos” ni el relato de Estados Unidos como “país de leyes” servirán de mucho.