Enter your email address below and subscribe to our newsletter

Comparte esta noticia

Por Anette Espinosa ()

La Habana.- Alexander Valdés Valdés, miembro del Buró del Partido en Artemisa, tiene 50 años. Joel Mayor, subdirector de un semanario local, también tiene apenas dos más. Alexander vive en el piso de abajo. Joel, en el de arriba. La misma escalera, el mismo edificio, el mismo país. Dos mundos que se miran con desprecio, uno desde la terraza y otro desde la gotera.

Alexander no quería ser comunicador, pero le regalaron la carrera. Pintaba para dirigente, y a los dirigentes hay que darles un título, algo que poner en la biografía oficial entre el sereno de la empresa pecuaria y el enchufe en el comercio. En ambos sitios, dicen las malas lenguas que son casi todas, Alexander aprendió a llevarse todo lo que no ardiera o pesara demasiado. Ahora tiene carros, amantes que se turnan sin saberlo, y una colección de perfumes que huelen a lo que es: a dinero que no ha sudado.

Joel Mayor, en cambio, suda tinta. Es de los que creen que las palabras salvan, o al menos justifican. Escribe y defiende a tipos como Alexander, el vecino del piso de abajo, el que pisa fuerte a las tres de la madrugada de un domingo volviendo de una fiesta a la que Joel no está invitado. Joel pasa necesidades, cuenta centavos, y la cerveza es un lujo tan lejano como el whisky, que ni siquiera sabe si le gusta. Las mujeres se le van. Dicen que solo tiene muela, que es la moneda de los pobres: mucho ruido y nada en los bolsillos.

El síndrome de Estocolmo

Mientras Alexander se pasea en su carro con policías que lo custodian como si fuera un tesoro nacional, Joel se pasea por las redacciones con con dos o tres empleos en su cabeza y la certeza de que todas las novias y esposas le son infieles. Es la ley de la compensación: al que no tiene, se le quita hasta la dignidad del amor. Y al que tiene, como Alexander, se le multiplica en amantes y cómplices. La vida es plena para el del piso de abajo. No le falta nada. Ni siquiera le faltan denuncias públicas, que se le resbalan como el agua sobre el capó de su último carro. Como aquella de la locutora de Radio Artemisa.

Joel, desde arriba, lo ve salir cada mañana. Lo huele a perfume caro. Y en lugar de odiarlo, escribe columnas defendiendo el sistema que permite que Alexander exista. Es el síndrome de Estocolmo de toda una vida: amar al captor, limpiarle la cara al que te pisa el cuello. Joel lava el rostro del castrismo con la misma agua con la que debería limpiar su propia miseria. Y Alexander, abajo, se ríe. O ni siquiera: no lo lee.

La metáfora perfecta

Ellos son la metáfora perfecta de esto: el que roba y vive bien, y el que justifica el robo y vive mal. El que tiene todo y el que tiene razón, que es lo que te dan cuando no te dan nada. Alexander es el comunista nuevo, el que disfruta del capitalismo de amigos mientras habla de igualdad. Joel es el lacayo viejo, el que se cree las consignas y se muere de hambre por ellas. Uno, desde el piso de abajo, sube por la escalera del poder, el otro baja por la del servicio.

A veces pienso que Joel, en el fondo, sabe que Alexander es el castrismo real, el de carne y hueso y perfume importado. Y que él, Joel, es solo el castrismo teórico, el de los papeles y las palabras que ya nadie lee. Pero seguirá escribiendo, porque es lo único que sabe hacer. Y Alexander seguirá viviendo de eso, de los Joeles que le lavan la imagen mientras él les orina el techo.

Al final, los dos son vecinos. Los dos tienen 50 años. Y los dos dependen del mismo sistema: uno para exprimirlo, y el otro para que lo expriman. La única diferencia es que Alexander lo sabe, y Joel prefiere no saberlo. Prefiere escribir.

Deja un comentario