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Chile despierta: Del sueño progresista al retorno de la razón

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Por Jorge L. León (Historiador e investigador)

Houston.- Durante años, Chile fue admirado como un ejemplo excepcional en el continente. Sus avances económicos, su institucionalidad relativamente estable y su crecimiento sostenido lo colocaron como la “locomotora” que se acercaba al rango de país desarrollado. Pero incluso las sociedades mejor encaminadas pueden desviarse cuando la política se aleja de la experiencia, cuando la ideología suplanta a la sensatez y cuando la ilusión termina imponiéndose sobre los hechos.

América Latina ha repetido una y otra vez un mismo ciclo: la fascinación por modelos que prometen igualdad absoluta, justicia total y un futuro radiante. Cuba debió servir como advertencia: una nación que, antes de 1959, ocupaba un lugar privilegiado en el continente, terminó convertida en un territorio extenuado, empobrecido y sin libertades.

Su tragedia, en vez de disuadir, inspiró durante décadas a otras izquierdas que ignoraron el resultado real de aquel experimento. Esa ceguera histórica sigue pesando sobre amplios sectores de nuestro continente.

Boric: un liderazgo sin brújula

Chile cayó en esa ilusión.

La llegada de Gabriel Boric representó para muchos un símbolo generacional. Un joven con discursos emotivos, envuelto en promesas idealistas, pero sin experiencia, sin visión de Estado y sin la formación necesaria para conducir una nación compleja. Su victoria se celebró como el triunfo de una nueva política; pero la realidad, siempre implacable, exigía lo que él no podía ofrecer.

Su gobierno se inauguró bajo una mezcla peligrosa: exceso de expectativas, escasez de preparación y una apuesta ideológica rígida. Muy pronto quedó en evidencia su incapacidad para comprender el país que encabezaba. Se rodeó de asesores inmaduros, se apoyó en lecturas teóricas más propias de un campus universitario que de una nación con urgencias reales, y cometió errores que deterioraron rápidamente la confianza pública.

Pero su desliz más grave —y determinante— fue su alianza con el Partido Comunista. Un aliado histórico que no cree en la democracia liberal, que justifica dictaduras y que ha defendido abiertamente a regímenes como el cubano, el venezolano y el nicaragüense. Aquel pacto no fue un gesto de pluralidad: fue una renuncia a la moderación, un error estratégico que terminó condicionando cada una de sus decisiones.

La criminalidad: una tragedia ignorada

La seguridad pública se desplomó.

Chile, nación que durante décadas ostentó los índices más bajos de criminalidad en la región, comenzó a experimentar cifras alarmantes de homicidios y delitos violentos. Se expandieron las bandas internacionales, el narcotráfico profundizó su presencia territorial, la violencia rural se recrudeció y la policía perdió respaldo político justo cuando más lo necesitaba.

El Estado retrocedió. La autoridad se debilitó. El ciudadano quedó desprotegido.

La respuesta del gobierno fue errática, ideologizada, tardía y en ocasiones complaciente. Mientras la realidad exigía firmeza y orden, el gobierno optó por discursos evasivos, explicaciones sociológicas y una actitud que transmitió falta de control.

El país entró en una espiral que muchos chilenos nunca imaginaron vivir. Y fue entonces cuando buena parte de la sociedad comprendió que había sido conducida por un liderazgo improvisado, atrapado en sus propias contradicciones.

El giro inevitable

Ante el deterioro económico, la inseguridad y la pérdida de rumbo político, Chile comenzó un proceso de rectificación. No se trata de un giro perfecto —ninguno lo es—, sino de un retorno a la cordura, a la defensa del orden institucional, a la economía de mercado, a la responsabilidad fiscal y al respeto a la libertad individual. La derecha chilena, con todos sus matices, ha sido históricamente más afín a estos principios que la izquierda radical que hoy domina amplios sectores del progresismo.

El viraje político reciente debe comprenderse como un acto de ciudadanía madura: una sociedad que, ante el fracaso evidente del experimento progresista, decide reorientar su destino hacia un modelo más estable y funcional. No es un salto ideológico ciego, sino una corrección necesaria.

Una lección que trasciende fronteras

Chile no es un caso aislado.

Es parte de un movimiento más amplio en la región: un cansancio profundo con la retórica de la izquierda radical, sus fracasos reiterados, su desprecio por la iniciativa individual y su tendencia natural al autoritarismo. Muchos países están despertando, y ese despertar no es una casualidad: es la consecuencia inevitable de décadas de promesas incumplidas.

El socialismo no solo fracasa.

Destruye: destruye la ambición humana, destruye la creatividad, destruye la libertad y destruye la economía.

Chile vio de cerca ese camino… y decidió dar un paso atrás antes de caer al abismo.

Ojalá esta lección sea definitiva.

Ojalá la memoria colectiva recuerde que los experimentos ideológicos tienen un precio alto y que las naciones no se construyen con discursos sino con responsabilidad, orden y respeto por la libertad.

Gracias, Chile.

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