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El 17 de noviembre de 1860, un aventurero francés decidió reinventarse como rey. Orélie Antoine de Tounens, un abogado de provincia sin gloria, llegó al sur de Chile convencido de que el destino le reservaba una corona. Allí, entre los vientos de la Araucanía y la Patagonia, proclamó un reino que solo existía en su mente… pero que él juraba gobernar.
Algunos grupos mapuches lo recibieron con curiosidad, otros con cautela. Su supuesta “monarquía” encontró pequeños apoyos, suficientes para alimentar un sueño que crecía más rápido que la razón. Muchos creyeron que detrás de su extravagancia se escondía el verdadero interés de Francia por expandir su influencia en el extremo sur del continente.
El gobierno chileno lo arrestó por faltas menores y lo internó en un manicomio de Santiago. No fue el fin: presiones diplomáticas lograron su liberación, y Tounens regresó a Europa decidido a convencer a las casas reales de que él era, efectivamente, un rey sin reino.
Intentó volver varias veces a Chile para reconstruir su país imaginario, pero siempre fue detenido y deportado. Jamás logró pisar la tierra que decía gobernar.
Murió en Francia en septiembre de 1878, pobre, olvidado y aún aferrado a su título. Hoy, sus descendientes siguen llamándose “príncipes” y “duques” de una corona que nunca existió, y que aún reclama —al menos en papel— el sur del continente americano.
Una historia donde la frontera entre la ilusión y el poder se vuelve tan delgada como el viento patagónico.