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Por Leopoldo Rubartieri ()
Milán.- Lo que sucedió en San Siro no fue un partido, fue una elegía. Fue el día en que el templo del catenaccio, la fortaleza que vio levantar cuatro Copas del Mundo, se rindió ante una verdad cruda y desgarradora. Noruega, con la eficacia de un cirujano nórdico, no solo ganó 1-4. Diseccionó un mito. Cada gol fue un capítulo de un declive que veníamos observando a cuentagotas, pero que anoche estalló en forma de tragedia griega con escenario en Lombardía. Ya no es una crisis, es una decadencia estructural, el lento y penoso ocaso de una aristocracia futbolística que olvidó los pergaminos que la hicieron inmortal.
Hay una imagen que lo resume todo: el Gianluigi Donnarumma de 2025, heredero de Zoff y de Buffon, sacando la pelota de su red por cuarta vez, con la mirada perdida en un césped que debería ser su santuario. Es el símbolo de una portería que ya no infunde respeto, un faro que se apaga. Detrás de él, no una defensa de acero, sino un conjunto de fantasmas vestidos de azul, corriendo sin orden ni concierto, perdidos en un laberinto táctico del que no encuentran salida. La «Zona Mixta» de Sacchi, el orden férreo de Lippi… todo eso hoy es polvo entre las baldosas de San Siro.
Y entonces, el fantasma más aterrador emerge de las sombras: la posibilidad cierta, tangible, de perderse un tercer Mundial consecutivo. Léanlo bien, despacio. Tres. La nación de Paolo Rossi, de Baggio, de Pirlo, de Cannavaro, de Paolo Maldini, convertida en una extraña en la fiesta global del fútbol. Es una idea tan aberrante, tan contraria a la lógica de nuestro deporte, que cuesta incluso verbalizarla. Es como imaginar el Vaticano sin el Papa o la Fórmula 1 sin Monza. Es la ruptura de un orden cósmico.
¿En qué momento se quebró el espejo? La respuesta no está en un solo lugar, sino en un cúmulo de negligencias. Mientras el mundo avanzaba hacia el futbolista completo, versátil y dinámico, Italia se quedó anclada en la discusión estéril entre «táctica» y «talento». La Serie A, antaño faro de Europa, ya no produce la cantera imparable de «catenaccios» con clase de la que bebió por décadas. Se importa, se parchea, pero no se forja un carácter. Se confundió la herencia con el derecho divino a ganar.
Por eso, esta derrota duele más que todas. No es el tropiezo de un día malo, es la certificación de una enfermedad de larga data. Es el sonido de un gigante que se desploma. El fútbol italiano de selecciones ya no evoca miedo, evoca lástima. Y en el aire, mezclado con la niebla de Milán, flota el eco de una pregunta que nadie se atrevía a formular: ¿Y si el azul de la «Squadra Azzurra» se está convirtiendo, simplemente, en el color de la melancolía?
El camino hacia 2026 parece un viacrucis. Y la afición, esa que ayer silbó con rabia y lágrimas en los ojos, sabe que no se trata de clasificar. Se trata de redescubrir un alma. De volver a ser Italia. Porque lo que se perdió anoche en San Siro no fueron tres puntos; fue, quizás, la última oportunidad de evitar que la palabra «decadencia» se grabe a fuego en la lápida de una de las historias más gloriosas que el fútbol haya escrito jamás.