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Por P. Alberto Reyes Pías ()
Evangelio: Lucas 21, 5-19
Camagüey.- El Evangelio de hoy no es una visión futurista sobre el fin del mundo sino una invitación a afrontar el momento presente, en el cual todo ser humano tiene que lidiar con la realidad del mal, y tiene que elegir cómo posicionarse frente a él.
Todos nosotros hemos sido dañados. Todos, de un modo o de otro, hemos sido tocados por el mal. Por
otra parte, todos sabemos –por experiencia propia o ajena- que el mal puede ser una vía muy eficaz de logar cosas. Mucho puede obtenerse con el robo, la mentira, la manipulación, la violencia…
Ante el mal recibido, es comprensible y normal sentir ira. Ante el mal que abre caminos fáciles, mientras el bien los abre tan lentamente, es comprensible y normal sentir la tentación de hacerse de la vista gorda y tomar “atajos-contra-conciencia”.
Pero aquí surge la cuestión de la identidad: ¿quién soy?, ¿quién quiero ser?
Para un discípulo de Cristo, el mal no es una opción, y la primera razón para no obrar el mal es, precisamente, porque está mal, y el mal es ajeno a la identidad cristiana.
Toda la vida del Señor es una elección del bien. La vida pública de Jesús comienza justo después de
que Jesús es tentado por el demonio, que no niega nunca a Jesús su identidad de Hijo de Dios, pero lo invita a poner su confianza en la fuerza del mal. Jesús rechaza la propuesta, y a partir de ahí, toda su vida es una continua opción por el bien.
Y esta postura la confirma de un modo sublime en su pasión y muerte, donde no sólo no ataca a sus
adversarios, sino que reza por ellos.
En realidad, el esfuerzo no es tanto aprender a no elegir el mal como aprender a creer en la fuerza del bien. Nuestro mayor problema es que desconfiamos de la eficacia del bien.
Quisiéramos que el bien diera resultados rápidos, pero esto sería contradictorio, porque una de las cualidades de la efectividad del bien es la estabilidad, la actitud permanente, la elección que, una vez hecha,
marca la vida para siempre, y ese resultado es el fruto de un camino, de un proceso lento en el cual la
persona va asumiendo unos valores, va integrando a su ADN un modo de obrar que permeará todas y cada una de sus decisiones.
Dejarse secuestrar por la ira, la impaciencia o la desesperación, es fácil, pero aprender a responder desde el perdón y la bondad lleva su tiempo, y no puede ser de otra forma. La buena noticia es que, cuando se asume este modo, ya no nos reconocemos sin él, y nos vamos dando cuenta, además, de que el bien sí es un camino viable.
Dicen que una imagen vale más que mil palabras. En mi parroquia, un catequista explicó a los niños
cómo la tentación es una invitación al mal pero una invitación que puede rechazarse. Unos días después, lo vio uno de los niños por la calle, le corrió al encuentro y le dijo: “Profe, discutí con mi hermanito… y me
dieron unas ganas de pegarle… pero no lo hice, fue una tentación, no fue un pecado”.