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Por: Jorge L. León (Historiador e investigador)
Houston.- Hay imágenes que deberían avergonzar a cualquier nación. Una de ellas es la escena —poco difundida, pero imborrable— en la que Saddam Hussein, símbolo mundial de la barbarie, recibe en La Habana la Orden José Martí, el más alto galardón otorgado por la dictadura cubana.
Allí, bajo los reflectores del poder, un genocida fue presentado como “amigo”, “líder” y “hermano político”.
Aquella ceremonia no fue un error diplomático. No fue protocolo. Fue una declaración moral.
Un dictador coronando a otro. La infamia reconociéndose a sí misma. Saddam Hussein: el verdugo celebrado en La Habana.
El historial de Saddam no deja resquicio para la duda:
• El genocidio de Halabja, donde miles de kurdos —niños incluidos— murieron asfixiados por gas sarín y gas mostaza.
• Las fosas comunes que siguen devolviendo huesos, nombres y lágrimas.
• La maquinaria de terror contra chiitas, opositores e incluso miembros de su propio círculo.
• Centros de tortura donde el dolor era una herramienta burocrática.
Nadie con un mínimo de dignidad honra a un criminal así. Pero Fidel Castro sí. Porque no vio un monstruo: vio un aliado natural.
Fidel y Saddam no compartieron fronteras, religión ni idioma. Compartieron algo más profundo y peligroso: la lógica del despotismo absoluto. El culto al líder como religión.
Ambos regímenes construyeron un universo donde el líder era infalible, eterno, omnipresente. Fotos, bustos, marchas, discursos interminables y un relato épico reinventado a conveniencia:
el caudillo convertido en dogma. El terror como herramienta política. En Irak, el Mukhabarat y la Guardia Republicana.
En Cuba, el G2, los CDR y un sistema de vigilancia que convirtió la intimidad en sospecha. Una misma fórmula: sembrar miedo para cosechar obediencia.
Saddam mintió sobre armas, éxitos militares y masacres que pretendió borrar. Fidel mintió sobre elecciones, libertades, economía, prosperidad y pluralismo. Ambos mintieron con disciplina quirúrgica.
Mintieron como estrategia, mintieron como sistema.
El antiimperialismo como coartada perfecta
Cada abuso, cada prisión política, cada crimen de Estado encontraba refugio bajo una misma excusa:
“el enemigo externo”. Una cortina de humo para justificar lo injustificable.
La destrucción de la dignidad humana
En Irak, se mataba por pensar. En Cuba, se destruye socialmente al que disiente, al que no aplaude, al que existe sin miedo. La dignidad dejó de ser un derecho y pasó a ser un delito.
La condecoración: una confesión ideológica.
Otorgarle la Orden José Martí a Saddam Hussein no fue un gesto de cortesía, sino un mensaje político:
Cuba y Saddam están cortados por la misma tijera.
Con esa medalla, la dictadura cubana expresó, sin palabras: “Compartimos tu visión del poder. Tus métodos no nos repugnan. Somos de tu misma familia moral.” Y lo eran.
La condecoración no elevó a Saddam: degradó, una vez más, a quienes la entregaron.
La profanación de Martí
José Martí soñó una patria libre y honesta. Ver su nombre colgado del cuello de un genocida es una afrenta que insulta la memoria nacional. Es convertir la palabra “honor” en un sarcasmo. Es usar a Martí —símbolo de luz— para coronar a la oscuridad.
Asi las cosas, Fidel Castro y Saddam Hussein representaron, cada uno en su escenario,
proyectos idénticos en esencia: poder absoluto, mentira sistemática, represión como engranaje, destrucción del individuo como norma.
La condecoración en La Habana fue mucho más que un acto oficial. Fue una radiografía moral. El momento exacto en que dos tiranos se reconocieron, se entendieron y se celebraron. Porque cuando los verdugos se encuentran, no se juzgan: se abrazan.