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Por Eduardo González Rodríguez ()
Santa Clara.- Hubo un momento en que mi pueblo creyó que trabajando duro podría comprar una casa, tener varios hijos, vestirlos, calzarlos, alimentarlos, educarlos, mantenerlos saludables y que luego, en retribución, después de terminar los estudios universitarios, formaran parte de ese pueblo nuevo que harían lo imposible por cambiar el mundo.
Y digo «estudios universitarios» porque, en el país de mis 18 años, ser pailero, soldador, mecánico o carpintero, era la demostración fehaciente de que eras la última carta de la baraja. Los padres aplaudían cuando sus hijos ingresaban en la carrera de medicina, o de arquitectura, o de ingenieria. No recuerdo a nadie orgulloso de que a su muchacho le llegara un técnico medio en tornería. O sea, nunca escuché al padre de un amigo -y yo tenía muchos amigos- decir con alegría «¡mi hijo va a ser electricista!» Al contrario, siempre trataban de justificar el mal rato con un «na, el va a estar ahí hasta que encontremos algo mejor».
El asunto es que empezamos a vivir con el eslogan «el futuro de nuestra patria tiene que ser necesariamente un futuro de hombres de ciencia» y todo el que estuvo por debajo de ese empeño, quedó muchísimo tiempo con el orgullo lastimado. Quizá los jóvenes de ahora no comprendan, pero muchos noviazgos de esa época perecieron nada más porque el novio era albañil o la novia costurera. Todo lo que sonara a «oficios menores» prometía un futuro de pobreza, y la verdad, en Cuba, en todas las épocas, la gente le ha tenido fobia a la pobreza.
Y no hemos perdido tiempo. Las crisis se han acumulado una sobre otra como hojas de un libro inmenso en el que cada quién lee lo que quiere y trata de disimular la otra parte de lo escrito. Estamos invadidos del «lector a conveniencia». No es un secreto que a los que posan de eruditos terminan por cortarles las cabezas. Sí, lo sé. Es más fácil, y mejor, ser un «lector a conveniencia». Por lo menos las cabezas duran un poco más sobre los hombros.
No, no hemos perdido tiempo. Hoy vemos al albañil, al plomero, al electricista, al soldador, al carpintero, sentado en un lugar donde no puede sentarse un cirujano. A veces -es fácilmente comprobable- el tornero levanta la mano y es un doctor el que le lleva una cerveza a la mesa.
No hemos perdido tiempo. En menos de tres años los pobres son más pobres y los ricos son más ricos. Esta frase la escuché en séptimo grado, y según la maestra, ocurría en lugares lejísimos y peligrosos donde el hombre era lobo del hombre y donde los niños nacían con la boca abierta porque las madres no tenían ni pan ni leche para darles.
Y así, en ese modo terrible y aburrido de ser pobres para siempre, se le ocurre a un tonto, a un tipo que le falta honestidad, pero le sobra comida, publicar en las redes: «Si nosotros los Mipymeros y los TCP no nos ponemos de acuerdo con el USD, pues que cierren los puertos hasta enero, y si sube otra vez, se cierra de nuevo y listo.»
Este otro es de la misma raza del primero. Escribió muy brevemente: «Que no nos muerda el solapado encanto de la burguesía».
El que quiere cerrar puertos por el dólar no está guapeándole al gobierno. Es una amenaza al pueblo cubano. Al pueblo cubano que, en su mayoría, gana unos pesitos que ya no le alcanzan ni para comprar medicamentos. Su texto, traducido al español, quiere decir, si me joden un poco con el dólar, voy a cerrar y se van a morir de hambre unos sobre otros. Y pueden hacerlo porque también tienen su zona de poder. Ahora comprendo por qué hay cubanos que dicen en las redes «¡Cojan sus dólares y váyanse pal carajo de aquí!»
El otro, el que advierte del encanto solapado de la burguesía, es, sin dudas, un burgués. Un burgués que le sirve a los burgueses. Quién lo hubiera dicho, ¿verdad?
Pero creo que un día llegará en que las personas aprendamos, otra vez, a cuidar más la dignidad de lo que nos cuidamos la cabeza, aprendamos a confiar más en el que enseña el corazón y no la panza. Habrá un día en que el camionero, el maestro, el médico, el electricista y el tornero podrán sentarse a cualquier mesa de hotel o restaurante, para comer y pagar en la moneda que ganó con esfuerzo sin tantos buitres haciendo trucos con ventas y reventas de un dinero extranjero que humilla sin misericordia a la dignidad nacional. Ese día, quizás no lo veré, pero llegará sin dudas. Y no importa, «pueden decir que soy un soñador, pero no soy el único».
Abrazo, gente. Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?