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Por Jorge ()Sotero
La Habana.- Lo de Alejandro Gil no es una noticia, es un ritual. Un recordatorio escrito con sangre burocrática para que nadie en la nomenklatura olvide las reglas del juego. El castrismo no celebra juicios, representa obras de teatro donde el guion siempre es el mismo: el poder saca del escenario a quien quiere, cuando quiere y como quiere. La condena al exministro es la última escena de una función que lleva décadas en cartelera.
No importa si Gil robó mucho o poco, si fue ambicioso o torpe. Lo que importa es que el sistema necesita chivos expiatorios periódicos para mantener la ficción de que hay justicia. Para que los de abajo crean que los de arriba se controlan entre sí. Pero es mentira. Esto no es justicia, es higiene política. Es la purga que limpia el cuerpo del partido de tentaciones independientes.
La lista es larga y el mensaje claro: Arnaldo Ochoa, el general que supo demasiado. José Abrantes, el ministro que falló en la seguridad. Carlos Lage y Felipe Pérez Roque, los reformistas que pensaron que podían cambiar algo. Otto Rivero, el joven que ascendió demasiado rápido. Todos cayeron. No por corruptos, sino por dejar de ser útiles o por creerse imprescindibles.
La regla de oro es simple: en Cuba solo puede robar a lo grande quien lleve el apellido Castro o esté atado a ellos por sangre, matrimonio o lealtad inquebrantable. Los demás son administradores temporales de un pedazo del botín. Pueden enriquecerse modestamente, pero nunca tanto como para dejar de depender. Nunca lo suficiente para comprar independencia.
El mensaje de la condena a Gil no es para el pueblo. Al pueblo ni le va ni le viene un ministro más o menos. El mensaje es para la clase dirigente: «Mira lo que le pasó a Alejandro por si se te ocurre desviarte». Es el terrorismo burocrático que mantiene controlados a los que sirven al poder. Les permiten nadar en la corrupción, pero siempre con un salvavidas atado al barco de los dueños de Cuba.
Mientras, los Castro y sus allegados siguen haciendo y deshaciendo. Su impunidad es total. Pueden robar millones, hundir empresas, arruinar vidas. Ellos son los dueños del circo, los que marcan el ritmo de la función.
Los Gil de turno son solo los payasos que, cuando dejan de causar gracia, son expulsados de la carpa para que el público aplauda y crea que algo cambia. Pero nada cambia. El mismo show con distintos actores. La misma familia en la sombra, moviendo los hilos.